Desde niño siempre me gustó hablar a todos de las cosas que me gustaban. No importaba si era la Guerra de las Galaxias o los dinosaurios, yo iba por todos lados soltando datos curiosos, hablando de lo maravillosos que eran y dando razones de porque -aquello que me tenia fascinado en ese momento- debería gustarle a todo el mundo. Así que cuando descubrí a Cristo y me enamoré de Él, no fue diferente.
La historia de mi vida es todo menos extraordinaria. Nací en una familia católica, como lo es cualquier otra en México. Mis padres no eran espacialmente religiosos en ese momento y el ambiente en el que viví mis primeros años, tampoco lo era. Sin embargo, siempre tuve una gran sensibilidad espiritual.
Así que, al llegar a la edad escolar, cuando mis padres decidieron que entrara a estudiar a un colegio de los Legionarios de Cristo, por razones “meramente académicas”. Dios se aprovechó de ello para entrar de lleno a mi vida y cambiar mi corazón por completo.
Pero no fui solamente yo, como familia, comenzamos a vivir una transformación espiritual. El testimonio y la cercanía de los sacerdotes y las consagradas, la vivencia de una verdadera comunidad cristiana y el encuentro con el amor inagotable de Cristo vivo, nos llevaron cambiar las vacaciones de Semana Santa por idas de misiones y ultimadamente a cambiar nuestra vida de comodidades, por una vida dedicada a extender el Reino de Dios en nuestro entorno.
Comencé a participar del grupo juvenil y a servir en Misa. Iba a retiros, apostolados y campamentos y encontraba gran gusto en ello. Pero poco a poco, me fui enamorando más de las formas, de las normas y de la idea inalcanzable del deber ser. Lo que me llevó a perder la noción de Dios como un padre amoroso que nos entrega su amor gratuitamente y pasar mis días buscando ser “perfecto”. Convirtiendo mi vida espiritual en un desierto, lleno de oración y apostolado, pero un desierto.
Y es que, cuando uno no experimenta el amor de Dios, no porque Dios no le ame sino porque nosotros hemos hecho estéril ese amor al quererlo “ganar”, la vida cristiana pierde todo sentido y únicamente nos deja dos opciones: o nos convertimos en los más rígidos fariseos-cumplidores-de-la-ley o la dejamos por completo.
Ese momento llegó para mí al final de mi segundo año en la universidad. Las cosas no estaban saliendo como yo quería, me había lesionado y no podía seguir practicando deporte, mis calificaciones no eran las que yo esperaba y vivía una constante estira y afloja con mi conciencia porque no podía hacer todo lo que hacían mis compañeros o si lo hacía, terminaba sintiéndome asqueado. Un desastre total.
Me sentía confundido y abandonado por Dios. Por qué, ¿cuál era el sentido de cumplir todas las reglas si Dios no me daba todo lo que yo quería? Eso me llevó a cuestionar mi identidad y el sentido de mi vida. Me preguntaba: ¿Para qué hago lo que hago? ¿Soy feliz?
Fue así, en medio de estas dudas, que conservaban las formas externas, pero con una fe agónica, que el Señor me volvió a salir al encuentro.
Sin estar tan convencido, fui a Ethos, un campamento organizado por “Amor Seguro”, una organización que se dedica a transmitir las enseñanzas de San Juan Pablo II. Donde por nueve días estuve tomando cursos, rezando, haciendo deporte y conviviendo chicos y chicas, con sacerdotes, consagradas y familias. Lo que fue haciéndome recordar ese primer encuentro que había tenido con Dios.
Sin embargo, mi corazón seguía seco y duro, pero sediento de volver a sentirse amado. Así decidí que, como Jacob, no dejaría ir al Señor sin que me diera su bendición.
Convencido de que Dios obraría, fui a la adoración de la última noche. Me puse de rodillas y comencé a rogarle a Cristo que me hiciera sentir algo. Pero después de la hora y media que estuvimos ahí y de ver llorar a todas las personas a mi alrededor, Dios no obró… o al menos así se sintió. Entro el sacerdote, dio la bendición, retiró el Santísimo Sacramento y salió y con Él, salieron todos. Dejándome allí, solo, a oscuras y observando la custodia vacía.
En mi desesperación y con el corazón roto, decidí que había tenido suficiente de Jesús y que me iba a asegurar que, por más Dios que fuera, lo supiera. Así que me fui a quejar con la única persona que me quedaba, la Virgen María. Y fue así, por su maternal intercesión, que me vino un momento de gracia. Experimenté un amor como no lo había experimentado antes y pude descubrir que ya era el hijo amado que siempre había querido ser. Yo ya era suficiente para ella y para el Señor.
Ese fue mi camino de Emaús. Allí descubrí que mi vano deseo de ganar el amor, que Dios gratuitamente me daba, era la misma razón por la cual no lo sentía. Que el Señor jamás se había apartado de mi lado y que no había nada que pudiera hacer para que Él me amara más o menos. Porque Su Amor es eterno e inmutable. ¡Eterno e inmutable!
Me di cuenta de que ser católico no tenia ningún sentido si no lo éramos en cada uno de los aspectos de nuestra propia vida. Porque el cristianismo no era una serie de normas que aplicaban a un solo cuadrante de mi vida, sino que era una respuesta al Amor de Dios en todo lo que hacia. Y que la santidad, no era ser perfecto, sino ser perfectamente feliz porque sabes que, con Cristo, nada te falta.
Eso cambió mi vida cambió por completo. Si bien, no cambió tanto externamente, mi corazón es un corazón nuevo. Dejé de cumplir reglas y empecé a responder al amor de mi Amado. Y, como ha sido una constante en mi vida, no pude quedarme callado.
Ahora procuro recordarles constantemente a mis amigos que Dios los amaba. Con mi mejor amigo organizo cursos Alpha, soy responsable de un grupo de universitarios del Regnum Christi y ayudo en distintos apostolados. Eso sin dejar de lado mi trabajo y mis obligaciones humanas. Pero sin olvidar, o al menos no tanto, que Dios “nos amó primero” (I Juan 4,19).
Si tú, como yo, has luchado por dejar de lado tu perfeccionismo espiritual, para únicamente dejarte amar por Dios y que tu vida cristiana sea una respuesta de amor, te invito a que no te sueltes de la Eucaristía y del Rosario. Y oye… ¡Dios te ama!
Pablo Suárez Moya