La aventura de ser jóvenes cristianos acontece hoy inmersa en un pansexualismo tan violento que solo caben dos alternativas: o nos enamoramos profundamente del modo de entender y afrontar las cuestiones afectivo-sexuales propias de la cosmovisión personalista-cristiana –y luchamos por alcanzar la excelencia− o, por el contrario, las viviremos como represión con múltiples desánimos, tensiones e, incluso, con frecuentes dudas, inseguridades y derrotas.
De esta forma, me parece fundamental −y animante− plantear una tarea urgente para la Iglesia, así como para las familias y para cada uno, en especial para los católicos jóvenes.
La propuesta más audaz para la Iglesia en este campo, en lo que yo conozco, la trazó José Ignacio Munilla en una intervención titulada “La evangelización de los jóvenes ante la emergencia afectiva”, en el marco de la preparación para la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid, en 2012.
Partía el señor obispo de la premisa de que «la acción social de la Iglesia se ha ido adecuando a las necesidades de la sociedad en el correr de los siglos». Y para asentar su afirmación, mostraba un recorrido por la historia, señalando cómo la Iglesia levantó hospitales, cómo creó asociaciones para redimir cautivos, cómo de su impulso nacieron las primeras universidades. Y más.
Pero no se detenía el prelado en estos logros pasados, y planteaba una pregunta esencial para el tiempo actual: «Y en el momento presente, ¿cuáles pueden ser las grandes aportaciones sociales de la Iglesia? Al igual que en toda su historia, la Iglesia dirige su acción social allá donde estén las carencias de cada momento histórico. Pues bien, una de las grandes carencias de nuestra España moderna es, sin duda, la educación en el amor humano. La felicidad de nuestros jóvenes depende en buena medida de ello, del descubrimiento del verdadero sentido del amor humano, y de la educación para la madurez afectivo‐sexual». Y, en efecto, aunque hay muchas iniciativas organizadas por la propia Iglesia institucional y por otras muchas personas que se nutren de su aliento, falta bastante para equiparar lo hecho con el ideal apuntado.
Por eso, tal vez sea el momento de las familias cristianas: ¿por qué no plantear como objetivo inmediato que todos los padres y madres logren ser los formadores de la afectividad y de la sexualidad de sus hijos jóvenes? Lógicamente, no se trata de que en un momento dado tengan una conversación para explicarles los misterios de la sexualidad y de la vida, sino de aprovechar cualquier ocasión para hablar con ellos de amor y de afectividad, de sexualidad unida a amor personal, contrarrestando así ese asfixiante pansexualismo que, además, puede quebrar la preciosa inocencia de los pequeños críos.
Se trata de hablar con los hijos de sexualidad y afectividad de igual manera como charlamos de películas o de fútbol: pronto, con frecuencia y de modo limpio; de conseguir crear un canal de comunicación permanente para que los chicos puedan preguntar sobre todo lo que les inquiete sobre estas materias porque saben que sus padres están accesibles a sus interrogantes sobre cualquier cuestión al respecto. Lo contrario sería dejarlos solos en un mundo lleno de complejidad, bajos instintos, abusos y vicios, mezclados con el deseo lógico de vivir un amor grande y sexuado.
Por último, ilusión personal por ser virtuosos. Cuánto me asombró la honradez intelectual de Octavio Paz, premio Nobel de Literatura de 1990 –y alguien ajeno al cristianismo−, quien en La llama doble de 1993, escribió: «La licencia sexual, la moral permisiva ha degradado a Eros, ha corrompido la imaginación humana, ha resecado las sensibilidades y ha hecho de la libertad sexual la máscara de la tiranía de los cuerpos».
Pero no se trata solo de sortear efectos negativos, sino de aprender a amar con el cuerpo. El ser humano no nace hecho del todo, sino que se va determinando con la educación. Y una dimensión fundamental de esa formación consiste en aprender a darse y a recibir el afecto de los demás en un amor que es corporal y sexuado. ¡Qué gran tesoro posee la Iglesia respecto a la comprensión de la donación, la complementariedad y el amor en estos tiempos de tantas carencias y de crisis cultural!
Lo repito: o el ambiente hedonista supone una llamada fuerte para que aspiremos a una vida de profunda santidad −aunque haya caídas por debilidad: Dios perdona siempre− o nos resultará seductora la sensualidad ambiental dominante. No existe un camino intermedio.
Es el tiempo precioso para ser muy ejemplares.
Iván López Casanova