El Señor cuenta con cada familia en su estar abierta a la vida, para que sigan naciendo hombres y mujeres que, creados por Dios a “Su imagen y semejanza”, lleguen un día a descubrir la grandeza y la belleza de ser verdaderos hijos de Dios; y gozar así del Amor paterno, materno, divino que Dios les tiene.
Esa “imagen y semejanza”, ha de ser siempre dada a conocer, y ayudar a que sea bien entendida, para que el hombre no caiga en la tentación en la que cayeron Adán y Eva, y tantos otros que han seguido sus pasos: la tentación de querer “ser como Dios”.
Este pecado llevó a nuestros primeros padres fuera del Paraíso; y ha seguido llevando a los hombres a través de los siglos a matarse los unos a los otros, a dejar a multitudes en manos de hombres depravados, “dioses de sí mismo”, que han usado su poder de la forma más miserable que un ser humano pueda vivir.
La familia natural y cristiana es el lugar para que los hombres lleguemos a descubrir y gozar de esa “imagen y semejanza” con Dios Creador y Padre, con Dios Hijo Redentor, Sufridor, Misericordioso que al vernos arrepentidos y pidiendo perdón, nos perdona siempre, con Dios Espíritu Santo, el amor de Dios en nuestros corazones, que nos descubre el Amor que Dios nos tiene.
“Uno de los campos en los que la familia es insustituible es ciertamente el de la educación religiosa, gracias a la cual la familia crece como «iglesia doméstica». La educación religiosa y la catequesis de los hijos sitúan a la familia en el ámbito de la Iglesia como un verdadero sujeto de evangelización y de apostolado. Se trata de un derecho relacionado íntimamente con el principio de la libertad religiosa. Las familias, y más concretamente
los padres, tienen la libre facultad de escoger para sus hijos un determinado modelo de educación religiosa y moral, de acuerdo con las propias convicciones. Pero incluso cuando confían estos cometidos a instituciones eclesiásticas o a escuelas dirigidas por personal religioso, es necesario que su presencia educativa siga siendo constante y activa” (Juan Pablo II, Carta a las Familias, n. 16).
¿Quién no recuerda la sonrisa de una madre, el beso de una madre, que recompone el espíritu decaído? ¿Quién no se conmueve al volver a escuchar, allá en el fondo de su espíritu, la voz de su padre, de su madre, al rezar con ellos por primera vez al Ave María, el Padrenuestro? ¿Cuántas familias han vivido momentos heroicos, difíciles, recordando otros momentos semejantes sufridos con sus padres y sus hermanos?
“No hay que descuidar, en el contexto de la educación, la cuestión esencial del discernimiento de la vocación y, en éste, la preparación para la vida matrimonial, en particular. Son notables los esfuerzos e iniciativas emprendidas por la Iglesia de cara a la preparación para el matrimonio, por ejemplo, los cursillos prematrimoniales. Todo esto es válido y necesario; pero no hay que olvidar que la preparación para la futura vida de pareja es cometido sobre todo de la familia.” (ibídem)
Educación religiosa para llenar de Luz la vida de cada uno, y la vida matrimonial de los que son llamados a crear una familia; y que a la vez repercute en la relación del cristiano, de la familia cristiana con la sociedad.
La familia cristiana edifica la Iglesia con la caridad vivida entre padres, hijos, nietos, etc., y se pone al servicio del hombre y del mundo actuando de verdad aquella «promoción humana», cuyo contenido ha sido sintetizado en el Mensaje del VI Sínodo de los Obispos a las familias: «Otro cometido de la familia es el de formar los hombres al amor y practicar el amor en toda relación humana con los demás, de tal modo que ella no se encierre en sí misma, sino que permanezca abierta a la comunidad, inspirándose en un sentido de justicia y de solicitud hacia los otros, consciente de la propia responsabilidad hacia toda la sociedad» (ibídem, nota. 164).
Juan Pablo II al subrayar en su Carta esa misión de la familia, señala también que “es ésta una forma maravillosa de apostolado de las familias entre sí. Es importante que las familias traten de construir entre ellas lazos de solidaridad. Esto, sobre todo, les permite prestarse mutuamente un servicio educativo común: los padres son educados por medio de otros padres, los hijos por medio de otros hijos. Se crea así una peculiar tradición
educativa, que encuentra su fuerza en el carácter de «iglesia doméstica», que es propio de la familia”.
Nuestro Señor Jesucristo quiere transmitir esa Vida que ha venido a traer al mundo, de manera muy particular, a través de las familias. La Iglesia ha ido tomando conciencia de esos planes de Dios a través de los siglos; planes que Josemaría Escrivá recuerda claramente, entre otras, en estas palabras:
“El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural (…) Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar” (Es Cristo que pasa, n. 23).
Ernesto Juliá