Con toda probabilidad, no estarías leyendo estas palabras si el título fuese otro, pero esta exhortación, este mandato aparentemente anticlerical, si resulta, cuando menos, sensacionalista, no lo es por lo que dice sino por quién lo dijo.
En una alocución a un grupo de fieles, San Josemaría Escrivá de Balaguer, se expresaba con estos términos, ante la mirada atónita de los allí congregados. “¡Hay que matar a los curas!”, aclarando poco después que debía “matárseles” con confesiones, con dirección espiritual, comuniones… en fin, acogiéndose con insistencia a su ministerio sacerdotal.
Hace pocos días, celebrábamos la Institución de la Eucaristía, la noche del Jueves Santo. Cada día, en cualquier Misa de cualquier lugar del mundo, se renueva el sacrificio de la Cruz. Dios mismo, se hace presente, real y verdaderamente en cada consagración y solo los que han recibido el orden sacerdotal, pueden revivir este misterio de amor infinito.
¿Qué hemos hecho nosotros para merecer esto? La respuesta es sencilla: nada, absolutamente nada. Y como si de la fiebre del consumismo material se tratara, aquello que hemos recibido gratis de Dios, (en este caso, es el mismo Dios el que se entrega) acaba, en muchas ocasiones, sin recibir la atención necesaria por nuestra parte.
Quizá es el momento de empezar a valorar, de una vez por todas, que todo lo recibimos de Dios y así obrar en consecuencia. ¿Cuántos sacerdotes recorren, incansables, aldeas y pueblos para llevar la Palabra de Dios, en tierras de misión? ¿Cuántos fieles acuden a esa llamada, deseosos de recibirlos? Y aquí, en los mal llamados, “países desarrollados”, muchas veces, hacemos oídos sordos a su llamada, precisamente porque resulta extremadamente fácil asistir a Misa o confesarse.
Pues sí. Tenemos que matar a los curas con la frecuencia de sacramentos, fuente indispensable de nuestra vida cristiana; con la formación moral, la catequesis…todo podemos obtenerlo de nuestros sacerdotes.
Aseveraba el Cardenal Van Thuan, “el sagrario más hermoso, la custodia más brillante, el templo más majestuoso es el sacerdote. Se pueden derribar todas las iglesias del mundo, pero si sobrevive un sacerdote, se celebrará la Eucaristía y Cristo volverá a hacerse físicamente presente”.
Aprovechemos el regalo constante de la presencia real y verdadera en la Eucaristía y pidamos al dueño de la mies, que siga enviando buenos y santos obreros a su mies, mientras oramos y nos sacrificamos por su perseverancia.
Francisco Javier Domínguez López