Débil. Estos días, después de 22 años me doy cuenta de que soy realmente débil. Ya era hora. La verdad es que he estado mucho tiempo haciéndome la dura. Mi condición de humana me hace débil, ¡y bendita debilidad!
Dios quiso hacerse hombre, como tú y yo, sí, sí, como te lo estoy contando. Siendo Dios, teniéndolo todo y no necesitando nada, decidió necesitarme, necesitarte. Se hizo hombre y nació en un pobre pesebre, no se tú, pero la verdad es que yo no he nacido entre las vacas. Hasta ese punto, se hizo débil, pobre e indefenso. Todo gracias al Sí de María, quien Dios decidió necesitar y, sin cuyo Sí, libre y entregado, no hubiera sucedido nada. La historia no hubiera seguido su curso. Ella libremente entregó su vida para ser la madre de Dios. Imagínate que te pasa eso a ti, yo no se si me fiaría mucho, seguramente querría tenerlo todo controlado… pero tú, Madre, tienes un don, eres especial, entregada, humilde, confiada… y eso lo veía Dios en ti, por ello fue que te eligió como madre de su hijo y madre nuestra, de toda la humanidad. Solo tú podías ser, María.
Como niño, Jesús cae, tropieza, llora, ríe, aprende a dar sus primeros pasos, de la mano de su padre José, admira el trabajo y aprende carpintería, reza a su Padre Dios, juega con sus vecinos, aprende a decir sus primeras palabras, come la comida que prepara María con todo el cariño del mundo, con el cariño de una madre, que siempre les da el toque especial a las comidas. Tiene sed, aprende a leer, reza a Su Padre que está en el Cielo. Cuando va entrando en la adolescencia, aprende de José a recortarse la barba, sale a tomarse algo con sus amigos de Nazaret, su mejor amigo, Lázaro, se queda a dormir en su casa, no quiere que sus padres le vean llegar muy tarde. Jesús llega a casa y ve a María despierta; se acerca y le da un beso “gracias, Madre, no hacía falta que te quedases despierta esperándonos”, María le dice que no vuelva a llegar tan tarde, que ya se estaba preocupando. María se preocupa por su hijo como cualquier Madre, porque le quiere. Tiene miedo de que le pase cualquier cosa, por eso le espera despierta. Jesús se queda hablando con Lázaro un rato, mientras María se va a dormir. Tiempo después, Jesús habla en el Templo. Cuenta historias a los que le escuchan, es divertido, de vez en cuando cuenta algún chiste, las chicas de su edad se quedan embobadas con Él, pero él no se distrae, sabe perfectamente a qué ha venido al mundo. Habla con María muy a menudo, recordándola que debe atender los asuntos de su Padre. María lo sabe, pero le cuesta un poco aceptar que su hijo, de un momento a otro, morirá.
Jesús habla a las multitudes, se hace amigo de pesadores, prostitutas que tienen sed del amor más grande, se hace amigo de publicanos, ladrones, pobres, mendigos, ciegos, leprosos… Jesús cuida de los más vulnerables y ama a los más despreciados. La gente lo admira, lo envidia, lo sigue, lo escucha, lo critica. Se causa un revuelo, nadie sabe quién es verdaderamente, pero se oye que es el Hijo de Dios. Muchos intentan probarle “Si eres el Hijo de Dios, demuéstranos tu gran Poder”, claro que Jesús no se deja influir por ese tipo de comentarios, él sigue con sus asuntos. Algunos le persiguen, otros le buscan, otros agarran su túnica. Unos piensan que es un mago, un profeta o un loco. Algo tienen sus palabras que le hacen captar a tanta gente, “algo tiene este hombre que llega a tocar el corazón de las personas”, se susurra entre la multitud. Pero nadie entiende ni sabe, solo confían, lo admiran y detectan una verdad en sus palabras y un amor en su mirada que es imposible que proceda de la Tierra, debe proceder del Cielo, de alguien más grande, “alguien ha tenido que desvelarle todo lo que está diciendo, es imposible que se lo haya inventado, sus labios dicen la verdad y su mirada la confirma”.
María, con su corazón de madre y su ternura, intenta estar lo más cerca posible de su hijo. Jesús tiene conversaciones muy interesantes con José, tienen muy buena relación y unos gustos muy parecidos. Jesús admira a José por haber conseguido enamorar a su Madre, María y le recuerda casi todos los días que ha conseguido a la mejor de las mujeres. Es increíble como los dos hombres de la casa cuidan a María. Los demás hombres envidian a José, aunque él es lo más discreto posible y tiene mil y un detalles en lo escondido. Jesús aprende mucho de José y de todos estos detalles que lo llevan a amar sin que nadie vea. José le explica que no siempre se puede tener contento a todo el mundo, pero que debemos agradar a Dios con nuestros actos, también le explica que muchas veces nos equivocamos, pero que por ello tiene Jesús una misión. José se lo agradece, no entiende que su hijo, un pequeño niño, pueda salvar a toda la humanidad. No lo entiende, pero confía y, aunque muchas veces le entran dudas, no deja de amar la voluntad de Dios. Se fía de él y no se deja llevar por las tentaciones o los juicios, José calla y ama en silencio “Haz conmigo lo que quieras, dame fuerza Padre” dice todas las noches al acostarse, mirando al Cielo sin entender absolutamente nada. Se acurruca con María mientras leen. Jesús sigue terminando una mesa que hacía para poder invitar a sus amigos a cenar, ya que la que tenían se quedaba algo pequeña. Duermen. Al día siguiente, Jesús va a avisar a sus amigos. María se va a hacer recados con las mujeres, aunque le cuesta mucho separarse de su Hijo, ella sabe que la hora está cerca y tiene algo de miedo, aunque su prioridad es tranquilizar a las mujeres, ellas tampoco entienden nada y María intenta calmarlas.
Jesús cena con los doce, sus doce más íntimos. Cuando están todos sentados entrega su cuerpo y su sangre, alzando el pan y el vino; convirtiéndolos en el cuerpo y la sangre de Cristo. “Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros, haced esto en memoria mía”. “Esta es mi sangre, sangre del costado de Cristo, que será entregada por vosotros, haced esto en memoria mía”.
“Quien come mi cuerpo y bebe mi sangre tendrá vida eterna.”
Todos comen el pan y beben el vino, convertidos en Su Cuerpo y su Sangre. Jesús les dice que uno de ellos le va a entregar. Todos le preguntan “¿Seré yo, Señor?” “Tú lo has dicho” le dice a Judas. Tras la Cena Pascual, Judas se va con miedo. Huye. Jesús le perdona, sabiendo que le va a entregar.
Poco después sucedió: uno de los mejores amigos de Jesús, Judas, le traiciona por treinta monedas de plata. Judas se deja llevar por el recelo y la envidia que tiene de Jesús, a pesar de que sabe que Él lo quiere muchísimo. Acto seguido corre, lo más rápido que puede, no sabe hacia donde, no deja de correr. Se da cuenta de que lo ha traicionado, que ha vendido al Hijo de Dios por unas pobres monedas. Se arrepiente, se da cuenta de que es demasiado tarde. Entra en pánico, él sabe que lo ha entregado, sabe que ha entregado al Hijo de Dios, la culpa le puede. Coge una cuerda atada a un árbol y se la ata al cuello, temblando de miedo pide perdón, se sube a una roca, “Perdóname”, susurra antes de dejarse caer con la cuerda atada al cuello. Muere entre lágrimas de desesperación, arrepentimiento y culpabilidad.
Jesús aún así lo quiere, lo perdona, ha sido entregado y sabe que lo van a matar, le están buscando, le persiguen.
Yo, Jesús, te pido perdón, porque te he traicionado un número infinito de veces, yo misma soy Judas a menudo. Perdóname porque soy una cobarde y soy débil. No me atrevo a defenderte en público, a veces tengo miedo de que la gente vea que te quiero y que eres lo más importante para mí, a veces soy hipócrita y me contradigo por no quedar mal o por vergüenza. Jesús, tienes que estar destrozado. De verdad que lo siento. Muchas veces me dejo llevar por la tentación, y yo, tan débil, caigo una y otra vez. Siempre caigo Jesús y Tú siempre me perdonas. A veces hasta me da vergüenza o miedo pedirte perdón porque me pesa realmente haberte fallado de nuevo, sin embargo, tu coges y me abrazas, sonriente, me perdonas y me limpias. Y vuelvo a fallarte. Nunca dejas de estar ahí conmigo, nunca dejas de cargar con mi pecado en la Cruz. Nunca dejas de pensar en mí, me amas cada segundo, me amabas antes de existir y me sigues amando y me lo demuestras cada día; cada vez que me caigo y tu me ayudas a levantarme, cada vez que te fallo y me perdonas, cada vez que una espina de tu corona lleva mi nombre, me perdonas.
La semana pasada me di cuenta profundamente de que soy humana; la humanidad es débil y por ello también me di cuenta de que soy realmente débil. Dios quiso hacerse hombre por ti y por mi, quiso palpar y vivir esa condición débil del hombre, a pesar de que lo podía todo, quiso hacerse débil hasta el punto de sufrir dolor y llorar, de sentirse abandonado, de sangrar en la Cruz y cargar un madero que sobrepasaba sus fuerzas, se hizo perfecto hombre, lo que significa que era igual que tu y que yo en su humanidad. Y yo, que no soy nadie, me creía fuerte, poderosa, autosuficiente y que podía hacer las cosas por mi misma, me creía incluso “perfecta” y no me permitía fallar, a pesar de que te fallaba a menudo. Jesús, me he dado cuenta de que puedo meter la pata igual que María Magdalena antes de conocerte, igual que Judas o igual que cuando Pedro te negó tres veces. Eso no significa que no te quieran, significa que la carne es débil, el hombre es débil y cae en el pecado, por eso viniste a morir por mi. Gracias Jesús, porque no me daba cuenta. Y hoy, a pesar de todo el dolor que me ha causado descubrir que soy pobre y débil, te agradezco mi debilidad, porque me doy cuenta de que te necesito y de que me haces libre de escogerte y de querer necesitarte, Tú me sigues queriendo a pesar de que yo no te elija, sin embargo, me quieres, me amas por encima de todo y me perdonas. A pesar de todo el daño que pueda hacerte, a pesar de todas las veces que pueda fallarte, me perdonas y me amas, abrazas mi debilidad y me dices “No llores, no seas ingenua, tu misma sabías que no podías sola, ¿por qué te empeñas? Tranquila, estoy aquí contigo, no me iré nunca. Si tú quieres, me quedo para siempre”. Yo puedo fallar y caer profundamente, podría caer incluso donde pensaba que jamás caería. Y tu me levantarás; caerás conmigo y me levantarás.
Lo más importante de todo esto es que, en el tiempo que estamos viviendo, la Pasión de Jesús, estoy descubriendo que la Cruz no es un madero, la Cruz no es solo sufrimiento, negro, oscuridad, dolor, pesar, sangre… La Cruz tiene un nombre y es Jesús, el Crucificado. Él es el significado de la Cruz y Él es quien da sentido a todas mis caídas. Con esto me he dado cuenta de que, como dice la canción “todos mis pecados arden en el fuego de tu amor”. TU AMOR ES MÁS GRANDE, TÚ PUEDES MÁS y a veces se me olvida… creo que mi barro pesa demasiado, todos tenemos un barro que nos pesa… ¡PERO NO! El fuego de tu amor es mucho más fuerte y potente. Por eso cargaste con la Cruz Jesús, por eso mueres Crucificado, por una sola razón: por Amor. Porque me amas. Te quiero dar las gracias, una vez más. Me dirijo a Ti, Crucificado, mirándote en la cruz y me dices que tienes sed de mí “Tsajenà”.
Díselo Jesús, díselo a cada uno, siento que yo no soy capaz de transmitirlo, te pido que se lo digas a cada uno de tus hijos, diles lo muchísimo que les quieres, diles, como me has dicho a mí, que solo quieres que te dejen todo a Ti, a los pies de la Cruz, eso que les pesa, lo que no les pesa tanto, lo que les cuesta, eso por lo que sufren y también lo que les saca una sonrisa, TODO. Y mírales con esa mirada que se clava en el alma y que la abraza con ese gran amor de Padre.
Por fin, por fin me he dado cuenta de esto, tanto tiempo viviendo inconscientemente sin de verdad darme cuenta de que la Cruz tiene el nombre de la persona de Cristo, que es quien ha dado su vida por mí de la forma más amarga que puede haber. Ha sido humillado, despreciado, escupido, clavado, flagelado, burlado, traicionado… por mí. Sólo por mí. Sólo porque me quiere. Sí. Por ti y por mí. Hasta el punto de que cuando estaba siendo clavado estaba perdonando a los que le clavaban en la Cruz: “Padre perdónales, porque no saben lo que hacen”. Ese amor no tiene medida, es un amor inhumano, es un amor que no podemos alcanzar en la tierra. Gracias por hacerme débil, ahora sé que sola no quiero nada, pero que sí quiero todo contigo.
Ahora, mírale a Él, crucificado. Acércate y mírale, habla con Él y descubre a la persona de Cristo. Vive con Él estos días. Acompáñale en el calabozo, estate con Él junto a Pilatos, cuando le desnudan y echan a suertes su túnica, abrázale la cara llena de sangre, ofrécele agua, carga con Él la Cruz ofreciendo sacrificios del día a día, confía y ten fe como Él la tuvo en su Padre “No se haga mi voluntad si no la Tuya”, pide perdón y perdona como Él, no juzgues, comprende, compadécete del que sufre, sufre con Él, hazlo en silencio. Acércate a su amor. Acompáñala también a Ella: “Hijo, ahí tienes a tu madre, Madre, ahí tienes a tu hijo”. Pídele fuerzas para seguir, aguanta con ella, seca sus lágrimas. Dios nos dejó a su madre y la hizo madre nuestra en ese momento. Acompáñala, sufre con ella el dolor de una madre que ve morir a su hijo, ama con ella por encima del dolor, confía y ten esperanza. Pídele ayuda a ella siempre que te veas débil.
Vive con Él muy de cerca estos días de la Pasión, Muerte y Resurrección.
Nata Caño