Uno de los efectos del pecado, cuando se torna habitual, es que tiende a dejar nuestra conciencia paralizada. Por eso necesitamos que alguien venga en auxilio de nuestra parálisis. Esto es lo que experimentó el paralítico de Cafarnaún, que necesitó de cuatro porteadores, verdaderos amigos, que lo llevasen a los pies de Jesús.
Si examinamos los requisitos de la confesión, para que esta sea sincera y dé el fruto esperado, vemos que se nos piden cinco condiciones: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de la enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. Para que el paralítico que somos todos escuche de labios de Jesús, tras confesar nuestros pecados, Hijo, tus pecados te son perdonados, necesitamos de las otras cuatro condiciones, verdaderos porteadores.
Es muy frecuente escuchar aquello de “yo me confieso con Dios”. Se trata de una intuición que tiene algo de cierto y que es necesaria, pero que también encierra un trampa. Si obviamos la trampa paralizante de esas palabras, hablar con Dios se trata de un requisito previo. Cuando el hijo pródigo medita sobre su situación tras tocar fondo, prepara su discurso. Cae en la cuenta de haber pecado contra el cielo y contra su padre. Y concibe dentro de él el deseo de levantarse, de vencer la parálisis. Toda confesión se inicia con un movimiento hacia lo alto, un deseo de reconciliación. Pero los malos hábitos nos paralizan. Por eso necesitamos de nuestros cuatro porteadores, para que ese deseo llegue a realizarse de forma plena. Me reconcilio con Dios, pero he de recorrer un camino plagado de obstáculos.
Los porteadores son los que vencen los obstáculos hasta llevar al penitente a los pies de Jesús. El primer obstáculo que encontrarán es el gentío, reunido hasta tal punto en torno a Jesús que hace imposible el paso. Es lo que el penitente va a hallar cuando se trata de hacer el examen de conciencia. Los pecados son la barrera que impide acercarse a la luz que es Cristo, luz que permite vernos tal y como somos. El examen de conciencia es dejar que Cristo, por medio de su espíritu, ilumine nuestra conciencia paralítica y la vaya haciendo más fuerte. El examen nos va abriendo camino entre los mensajes cruzados de nuestros pecados, y puede ser un muro a derribar que produce fatiga, pero que termina poniéndonos ante la verdad.
El segundo obstáculo que nuestros porteadores han de vencer es el del itinerario inverosímil, idear el camino que nos devuelva a Jesús. Cuando se remangan y se disponen a llevar a su compañero hasta el tejado de la casa donde Jesús habla, están dispuestos a soportar dolores y fatigas. La parálisis de los malos hábitos llega a adormecer este dolor, y sólo podemos despertar de nuevo con la ayuda del dolor de estos porteadores. El dolor de los pecados es reconocer lo que se ha entumecido en nuestra sensibilidad, es recorrer un camino de ascenso desde el hoyo en el que nos ha metido nuestro pecado. El dolor es escalar hasta el lugar de la luz. Ya no merezco llamarme hijo tuyo, decía el hijo pródigo, y este dolor requiere de un camino inverosímil para muchos, que no se cuestionan su parte en el misterio de ser perdonados.
El tercer obstáculo es el techo de la casa que ha de levantarse. Nuestros porteadores practican un agujero en el techo ¡en la casa de un particular! Es una insensatez, pero los porteadores no se detienen. Solo imaginar el proceso de desmontar la estructura escogida, ante una multitud de testigos, el asombro, el estupor, los gritos del dueño de la casa y de los asistentes… para nuestros porteadores no hay lugar para los respetos humanos. Quieren una vida nueva para nosotros, y no pararán ante ninguna objeción aparentemente juiciosa. Practicarán un agujero en el techo, para que descendiendo al paralítico, pueda escuchar de los propios labios de Jesús como los pecados son perdonados. El propósito de la enmienda puede parecer a los ojos de muchos que están adormecidos algo contraintuitivo. “¿Cambiar para qué?”, podrían decir. Como tantos pueden decirnos en torno a nosotros, compañeros hasta entonces de la parálisis de la conciencia. Nuestros porteadores asumen el riesgo de alterar las cosas, de practicar un agujero en el techo, de cambiarlas para siempre.
El último obstáculo es la dureza de corazón de quien no cree en el perdón de Dios, el que no cree en el perdón a través del ministerio de la Iglesia, que es cuerpo místico de Jesús. De los que, en definitiva, no creen en el agradecimiento que supone recibir el perdón y corresponder con la penitencia debida. Este blasfema, pensaban escribas y fariseos. Los portadores deben vencer la dureza de corazón ambiental de los que no quieren exhibiciones que saquen a Dios de sus estrechas miras, en donde tienen la ilusión del control. Es el fariseo de la parábola, que ora en el templo y da gracias por no ser como el publicano pecador. “A Dios ya lo contento yo con lo que hago, ¿cómo se atreve a hablar de perdón para este pecador, que no contenta a Dios?”. Pensáis mal en vuestros corazones, les dirá Jesús. Cumplir la penitencia es una proclamación de fe en que los límites del pecado y de la reparación los impone Dios y no el hombre, y los porteadores nos ayudan a llegar a ese momento, sin considerar lo que le parece a los demás nuestra relación con Dios. La penitencia saca a la luz la fatiga del camino realizado hasta llegar a Jesús, y aunque pueda ser benévola, es el recordatorio de todo lo que le debemos por tanta bondad.
Vencidos los obstáculos, llega el premio a los esfuerzos de nuestros porteadores. Es la voz de Jesús, que escudriña los corazones hasta llegar al fondo de nuestras palabras. Los porteadores lo han hecho posible, nuestra parálisis ha sido puesta delante de Jesús. Escuchamos que debemos tener confianza, que somos hijos, que nuestros pecados están perdonados. Y viene la vida nueva. Los porteadores han hecho posible que podamos levantarnos de nuestra parálisis. Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados, ¡levántate!, dirá Jesús.
No hay confesión que no suponga un resurgir de la vida en nosotros, si hemos contado con la maestría y buen hacer de estos porteadores. Con ellos ninguna confesión es rutinaria, ni ninguna confesión defrauda. Es tiempo de pedir a estos cuatro buenos amigos nos lleven sin descanso hasta Jesús.
Mateo, Marcos y Lucas cuentan este testimonio de fe y amistad en sus evangelios. Se pueden encontrar en Mt 9,1-8, en Mc 2,1-12 y en Lc 5,17-26
Declan Huerta Murphy