Recuerdo un cuento que me contaron de pequeño. Era la historia de una tacita que contaba el trabajo del alfarero para transformarla de un trozo barro a lo que era ahora: una bonita y útil taza. Durante el proceso el barro no había hecho más que quejarse: primero por los golpes recibidos, después por el calor del horno, el olor a pintura se le hizo insoportable pero lo peor aún estaba por llegar, faltaba el último “toque de horno” mucho peor que el primero. A cada queja el alfarero se limitaba a contestar: “Aguanta un poco más, todavía no es tiempo.” Cuando hubo terminado el alfarero le dio un espejo, la taza no podía creer lo que estaba viendo ¡se veía hermosa!
He querido empezar con esta historia porque me parece muy apropiada para el tema que me trae hoy aquí. En general todas las personas pecamos de lo mismo. Todos los que nos paseamos por páginas web como ésta en las que estás ahora, decimos que creemos en Dios, rezamos más de una vez al día el Padrenuestro y predicamos la confianza plena en Dios a tiempo y a destiempo. Estamos a punto de empezar un nuevo curso, quizás alguno ya lo habéis empezado y es un buen momento para hacer un poco de examen de conciencia: realmente ¿dejo a Dios ser Dios? ¿adoro al único Dios, o al Dios que me he fabricado?
Me he visto en muchas situaciones de la vida ante problemas en los que era imprescindible la mano de Dios, pero ¿sabéis qué? A la vez que le pedía solución yo le decía qué solución debía darme porque por supuesto ¡Yo sé más! Yo sé lo que me conviene, yo sé hasta dónde puedo aguantar, yo sé el camino que debo seguir…pero eso no está bien, eso no es “dejar a Dios, ser Dios” eso es obligar a Dios a atender los caprichos de un alma soberbia y esclava.
Cuando uno se da cuenta realmente de su nada y de que sus obras nada valen a los ojos de Dios es cuando realmente se abandona como el niño pequeño en brazos de su padre o como el barro en manos del alfarero. Entonces, y solo entonces, dejamos a Dios ser Dios, le dejamos hacer su obra en nosotros. Entonces, y solo entonces, somos libres. Entonces entendemos y experimentamos la letra de la canción que dice:
“Ven y descánsate en Dios.
Y deja que Dios sea Dios.
Tu sólo adórale.”
La oración de alabanza es la que pone a Dios en “su lugar”, cuando alabamos no pedimos nada simplemente ensalzamos a Dios por lo que es. Por ello la oración de alabanza es la que realmente hace que dejemos a Dios ser Dios. La canción lo dice claramente, el cuento de la taza de barro lo ilustra a la perfección: descansemos en Dios, abandonémonos en Dios y dejemos que sea Él el que trabaje. No traigamos a Dios a nuestros deseos, simplemente deseemos que se cumpla en nosotros lo que desde toda la eternidad Él ha soñado.
Otro día podremos hablar de ese mismo respeto de la obra de Dios, ya no sólo en nuestra alma, si no en el alma del prójimo, no sea que estemos cayendo en la tentación de querer que todos sean como nosotros queremos y seamos obstáculo para que se realice la obra de Dios tal y como Él la desea.
Con María Santísima, con la Iglesia Universal, recojámonos en oración y con los brazos en alto digamos: Fiat!, Maranatha!, ¡Hágase! ¡Ven Señor Jesús!
Antonio María Domenech