“¡Pues con mucha alegría!”, fue lo primero que se me ocurrió cuando me propusieron este tema.
Con el paso del tiempo he ido descubriendo que la única alegría duradera y que no se esfuma, es el saberme hija de Dios. Vivir con esta alegría me ha llevado a ver la realidad tal y como es, pero siempre con optimismo y con la confianza puesta en Dios, comprendiendo que todas las dificultades y adversidades conjugan mi bien y salvación.
Sin ir más lejos, hace 7 años me diagnosticaron repentinamente una enfermedad crónica. Todo lo que me surgía eran dudas, ¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho yo para merecerlo? ¿Seré capaz de afrontarlo? En ese momento no comprendía nada, que de un día para otro tuviese que cambiar todos mis hábitos.
Tras muchos altibajos, pero gracias al ejemplo de mis padres y su amor incondicional a Dios, comprendí que la felicidad no es ausencia de dificultad, sino que, por lo contrario, tiene sus raíces en la Cruz. En ese momento, mis padres me repetían una y otra vez que, si esta carga que me había tocado vivir tan tempranamente la sabía sobrellevar con alegría, un trocito de cielo sería para mí.
Así, es como concibo la fe: como un regalo de Dios que da sentido a mi vida, que la llena de paz y alegría.
Sin embargo, en medio de las cosas más materiales y cotidianas nos encontramos con obstáculos que impiden renovar este optimismo y experimentar el amor de Dios. Porque como cualquier persona de mi edad, salgo y entro, voy corriendo de un lado para otro, con prisa y sin parar, quedo, me tomo una copa con amigos, un partido de pádel, un ratito con el móvil y luego al cine… y así día tras día, sin darnos cuenta, corremos el riesgo de crear espacios en nuestra vida donde no dejamos entrar a Dios.
Por ello, para no perder el norte y dirigir la brújula de mi vida trato de buscar a Dios y estar en sintonía con Él a través de la oración. Procuro reconocer a Cristo como un amigo que me acompaña en todo momento, con el que puedo mantener una conversación permanente.
Para perseverar en este diálogo constante con Dios, procuro que las situaciones comunes me lleven a amarlo: evitar las contestaciones inoportunas, ceder en lo que pueda, luchar por un noviazgo cristiano, ser auténtica con mi grupo de amigos, no tener miedo a la incomprensión, sonreír ante las adversidades… Y todo esto, ¿cómo? Pues a día de hoy puedo deciros con firmeza que la Eucaristía es el mayor acto de transformación capaz de renovar mi vida, recibir a Dios me da fuerzas y me impulsa a ver la vida en vertical, me recuerda cuál es mi verdadero destino y hacia dónde he de dirigir mi esperanza.
Sin embargo, no siempre he sido consciente del sentido de la Misa, de su trascendencia, y rehuía de ella en la planificación de mi día. Hasta que poco a poco, he ido descubriendo su valor infinito y el deseo que Dios tiene de entrar en mi vida para transformarla. De este modo, procuro que la Misa encabece mi lista de prioridades, porque os aseguro que empezar la jornada recibiendo a Dios puede cambiar vuestro día.
Y, cuando el ruido me aleja de lo importante y sufro alguna caída… ¡a recomenzar! Acudo a la confesión para recuperar la alegría y volver los ojos a Dios. ¡Es el mejor remedio para restaurar la paz y serenidad!
Y así, es como vivo mi fe. Como cualquier joven me gusta tener amigos, salir de fiesta, hacer planes con mi novio, viajar, pasar tiempo con mi familia… en definitiva estar en medio del mundo, pero con la profunda alegría de saberme amada por Dios y con el entendimiento de que la verdadera felicidad tiene sus raíces en forma de cruz.
Rocío Albert Llinares