El primer día que pisé el hospital estaba bastante nervioso. Sentía miedo por lo que pudiese encontrar allí: las personas en las camas, los familiares entristecidos, la seriedad de aquellos pasillos blancos que nadie espera pisar.
Tenía 16 años y pocas veces había entrado a uno, pero de las contadas ocasiones en que lo hice guardaba muy malos recuerdos. Además, he de reconocer que no atravesaba un buen momento en el plano espiritual, que tenía muchas dudas y preguntas, y miedos.
Desde pequeño siempre me gustó la sanidad, conocer las enfermedades, ver operaciones despertaba mi curiosidad y me resultaba agradable la idea de dedicarme a esto en un futuro. Por eso cuando me propusieron asistir como voluntario al hospital Materno Infantil para pasar la tarde con los niños del hospital no me resistí.
Y vi allí que ese era el camino que Dios había elegido para mí, porque en los rostros cansados de los niños en sus camas veía el rostro de Cristo esperando a que fuese a verle (“estuve enfermo y me visitasteis”, Mt 25, 36), en los ojos emocionados de los padres que veían a sus hijos sonreír de nuevo, veía a María al pie de la cruz, en las sonrisas de las enfermeras que cuidaban de aquellos niños, veía a Dios agradeciéndonos estar allí.
Fue en esa tarde, en ese justo momento cuando comprendí, que los milagros de Dios se encuentran en las pequeñas cosas del día a día, en las sonrisas, en los abrazos, en los ojos brillantes de ilusión… que para servir a Dios hay que servir a quien más lo necesita y a quien sufre, porque allí está Él.
Volví a casa bastante contento, sabiendo que quería ser partícipe de esto en mi día a día, que aunque sabía que viviría momentos duros y que en ocasiones todo sería cuesta arriba, merecía la pena dedicar mi vida y mi trabajo a cuidar al indefenso. Esa noche, cuando entré en mi cama, tomé conciencia plena de que el amor de Dios es infinito y se encuentra en cada rincón, y que debemos de saber llevarlo a quien lo necesite.
Hoy no le tengo miedo a mirar al dolor ni al sufrimiento. En unos meses comenzaré mis prácticas de enfermería en el hospital, y tengo plena confianza en que Dios estará allí una vez más y que en cada acción Él se hará presente. Que no hay consuelo como el suyo y que en cada agradecimiento de los enfermos irá implícito el suyo también.
Sé que el dolor es duro, por experiencia propia, sin embargo creo que de éste se pueden extraer grandes cosas, el saber valorar a quien te acompaña, el aprender a valorar lo más esencial, el poder extraer la esencia de la locura en la que vivimos.
Una vez leí que si la Madre Teresa se hubiese parado a lamentarse por todos los enfermos de la India nunca hubiese acabado. Sin embargo, se puso a trabajar y a sobretodo a amar a quien más lo necesitaba, y salieron a la luz sus grandes obras, pues ante el dolor podemos oponernos a Dios y darle la espalda, o podemos aprovechar para mostrar todo nuestro amor.
Es tan grande el poder de Dios que incluso en los momentos más duros, cuando las personas están enfermas y no encuentran la salida, Dios nos pone un camino para seguirle y amar al que sufre, acompañarle, cuidarle, brindarle esperanza. La pregunta es “¿Estamos dispuestos a encontrar ese camino?”.
Alejandro Espinosa de la Torre