Contra todo pronóstico, la política internacional nos sirve para decir algunas cosas por aquí, donde tan bien nos acogen. Que Ursula von der Leyen haya sido propuesta para presidir la Comisión Europea es, también inesperadamente, una buena noticia.
Se suele decir que no importa la vida privada del político, sino que éste cumpla su función y sea eficaz, competente, trabajador y sobre todo, lo menos intrusivo posible en la vida del ciudadano. A mí qué me importa que el presidente del Gobierno sea o no un borde, o que le guste jugar al golf los domingos, o que empine el codo más de la cuenta, o que sea un experto en faldas, si es un buen gestor de la cosa pública. ¿Sería mejor que se tratara de una bellísima persona, virtuoso, recto, sincero, pero por contra un perfecto inútil? Es como para pensárselo.
Y, sin embargo, pensamos que es del todo positivo que von der Leyen tome el mando en la más importante plaza europea. O al menos, que su nombre haya salido en las televisiones los Estados miembro, desde Tallin hasta Lisboa, pasando por Varsovia, París o Roma. O Berlín, donde hoy reside.
Sobre todo por una razón, y atañe a su faceta más personal: es madre de siete hijos. Repetimos, siete. Sí, han leído bien. Von der Leyen no parece de este mundo, se ha escapado del cuento de los hermanos Grimm y ejerce de Blancanieves cuando va sacando, uno a uno, a sus vástagos de la furgoneta familiar para dejarlos cada mañana en el colegio. Y, ‘ay ho’, al Ministerio a trabajar.
Esta escena es antigua, porque la menor de su prole, Gracia, tiene ya veinte años, pero reconoced que es muy atractivo imaginarse a esta exitosa germana en los noventa, cuando ejercía de médico en una clínica de Hannover, encadenando un bombo tras otro. «¿Otra vez, Frau von der Leyen?». Y sí, otro bebé colgando del brazo. En sólo doce años, llegaron David, Sophie, Donata, Victoria y Johanna (mellizas), Egmont y Gracia. Del mismo padre, se entiende. Esto, insistimos, lo ha visto media Europa, que se lo ha contado a buena parte de la otra media.
Su candidatura quizá sea buena para sacudir conciencias. La mejor manera de desmontar ideas y prejuicios es, cada vez más, la propia realidad. Es difícil superar el zasca de la vida misma. Y es que sí, la escena del chupete que se le cae al padre del bolsillo en plena oficina va más allá de La gran familia, película casi antediluviana y ocasión de melancolías y nostalgias. Que sí, que von der Leyen se ha sentado en el Bundesministerien a despachar los asuntos del país más importante de Europa oliendo a colonia de bebé, apareciéndole entre los documentos clasificados un dibujo de colorines coronado por un «te quiero mamá», preocupada por los exámenes de matemáticas y apuntándose en un post-it que tiene que comprar calcetines.
Los europeos achacosos y reacios a formar familias (ni siquiera las pedimos de siete) lo han visto. Y lo han hecho no mucho después de que la tele les vomitase en sus casas que la bajísima tasa de natalidad es muy preocupante. Que esto no hay quien lo pague.
Y ya no sólo preocupa por cuestión de dinero, por cómo vamos a financiar, por ejemplo, las pensiones. También por una secreta y escondida aspiración universal que es la de ser feliz y cuya receta consta de un solo ingrediente: entregarse.
Rómpanse los techos de cristal en las empresas, sea cien veces recorrido el mundo entero, tengamos buenas teles y buenos coches, hagamos cada semana un plan más loco y más guay y más chulo, que donde haya un alma, sea padre o madre o no, decidida a darse enterita toda, allí es donde queremos estar los hombres.
**Para puntillosos: desconocemos si von der Leyen es una dulce matriarca o una bruja en casa, o si es la peor ministra de la Historia de Alemania (algo harto improbable, a poco que se lea un periódico), pero el mérito de tener siete hijos, siete, no se lo quita nadie. Menos en nuestra posmoderna y blandita sociedad.