Hay momentos en la vida que no se olvidan. Buenos o malos, estos momentos, nos hacen crecer, aprender y forjan nuestra forma de ser. En muchas ocasiones ocurren «de repente» y nos cogen de improviso pero, en otras ocasiones, se ven venir.
Nos casamos hace más de un año, en concreto el 28 de abril de 2018, y desde el primer momento, quisimos hacer crecer nuestra familia. A los pocos meses la gran noticia llegó a nuestra pequeña familia, un bebé estaba en camino. Fecha prevista de parto -17 de junio de 2019- día en el que nos convertiríamos en padres.
Las semanas comenzaron a correr y digo correr porque literalmente se nos pasaban volando. La primera vez que vimos al bebé fue a las 11 semanas y nos impactó, desde el primer segundo, cuanta vida había en tan poco bebé (4,3cm). Se veían sus piernas, brazos y su cabecita. El corazón latía a mil por hora. Estaba claro, el bebé disfrutaba de la vida desde el primer segundo. Todo iba viento en popa.
El tiempo siguió corriendo al ritmo que la tripa crecía. La vida seguía adelante y ya esperábamos que llegara la semana 20 para conocer el sexo de nuestro bebé. Mientras tanto mi mujer, Marie, ya echaba de menos el sushi, el Mcdonald’s, el fuet, el jamón, el queso brie, el salmón, el vino….. y mil cosas más que os escribiría, pero se me agotaría el espacio. Viendo lo que nos venía comencé a ahorrar y no me refiero solamente por el bebé, sino por la lista de caprichos que tenía mi mujer.
Llegó el gran día, íbamos a conocer el sexo de nuestro bebé y, como no podía ser de otra manera, cada uno tenía sus preferencias aunque ambos coincidíamos en que lo más importante era que el bebé viniera completamente sano.
A los pocos minutos de comenzar la ecografía supimos que algo no iba bien. El doctor se centró en una zona concreta demasiado tiempo. La inseguridad se apoderó de nosotros y lanzamos un pequeño rezo al cielo (en bajito) para que no fuera nada grave. El doctor, que había estado en silencio sepulcral todo el tiempo, decidió hablar y dirigiéndose solo a mí mujer, como si yo, el padre, no existiera, lanzó la bomba.
Palabras del ginecólogo: “Marie, el bebé viene con una malformación muy grave. ¿Quieres abortar? No deseo entrar a valorar el don, tan indiscutible, del tacto con el que formuló esas palabras. Hasta un burro lo hubiese hecho mejor… Nos quedamos callados, fríos, sin parpadear, tratando de rebobinar esa escena como si de una película se tratara. Lo primero que le dije, tras unos segundos de lapso, aunque al parecer el padre no tiene ni voz ni voto, es que no queríamos abortar.
Mi mujer, destrozada, decidió desconectar mientras el doctor, explicaba el problema reiterando una y otra vez que lo mejor era abortar. “Interrumpid el embarazo, es sencillo, venís mañana y en media horita está hecho”
Nuestro bebé sufría de anencefalia lo que significa, en español entendible, que hay una parte del cráneo que no se ha terminado de formar. Posibilidades de vivir durante el embarazo, muchas; posibilidad de morir durante el parto, de un 40% a un 60%; posibilidades de vivir tras el parto suponiendo que nace vivo 0,00%.
Como es lógico, nada más salir de la consulta nos pusimos a llorar, por cierto, sin conocer aún el sexo de nuestro bebé. No aceptamos lo que ocurría, no estábamos dispuestos a rendirnos de ninguna manera. Cogimos el coche, necesitábamos una segunda opinión, quizás hubiera sido solo una pesadilla y necesitábamos despertarnos. Tres horas más tarde estábamos en Burgos, ciudad en la que trabaja mi padre como médico donde nos confirmaron la malformación. Un día triste, sin celebraciones ni sonrisas, únicamente… impotencia, por no poder hacer nada, me ardía la sangre. Lo bonito, saber que era una niña, a la que pusimos el nombre de Elena.
El tiempo, las semanas que hasta el momento había pasado volando se volvieron en nuestra contra. Una incesante cuenta atrás que, cuando terminara, nos convertiría en el matrimonio más infeliz del mundo.
En esos momentos tan duros es cuando más me acordé de Dios, y no precisamente para bien. Sin embargo, nos acercó más a Él y comenzamos a ir a misa más días buscando, supongo, milagros y explicaciones. Enseguida vimos que no estábamos solos, todo el mundo se volcó por ayudarnos, y vimos algo de luz en esos momentos tan oscuros.
La Clínica Universidad de Navarra se convirtió en nuestro nuevo hospital. La razón, muy sencilla, sabíamos que aceptarían nuestra decisión de no abortar. El primer día de visita, y cansados de hospitales, llegamos, como es normal, sin pena ni gloria, cansados de escuchar lo mismo una y otra vez.
La doctora, una persona con una gran sonrisa y que rebosaba vitalidad cambió nuestras vidas. Nos enseñó a ver, ver que el poco tiempo que íbamos a tener con nuestra hija, podría ser, el momento más feliz de nuestras vidas. Me hizo entender que Elena podría tener una vida larga. ¿Pero cómo?, me pregunté. El tiempo… nadie lo ve, pero todos sabemos que existe. Si en vez medirlo cronológicamente, lo medimos en amor mira qué vida más larga y plena va a tener Elena, tu hija.
Elena seguía creciendo, y mi mujer ya comenzaba a estar realmente gorda. La fecha se aproximaba y los miedos crecían. Dado que Elena no quería dejar a su mamá, y que ya había pasado la fecha en la que mi mujer salía de cuentas, nos programaron el parto para el día 20 de Junio.
Ingresaron a mi mujer el día 19 por la tarde, el parto sería largo. Para esos momentos solo habíamos pedido alguna cosita al Señor, entre otras, que estuvieran nuestras familias al completo, que pudiera bautizar a Elena y que nos ayudara a llevar con Fé lo que fuera a pasar. Parece sencillo juntar a la familia, pero mi mujer forma parte de una familia de 6 hermanos (que además viven en Bélgica) y yo de una familia de 10 hermanos. Juntar a tanta gente en Madrid no es sencillo, pero como no podía ser de otra manera, Dios nos debía algún que otro favor así que la familia estuvo presente al completo desde el día 20 a primera hora.
Las contracciones comenzaron sobre las 7:45 de la mañana con ayuda de la oxitocina que los médicos comenzaron a suministrar a mi mujer. Tras 9 horas de dolores Marie pidió la epidural. Transcurridas más de 12 horas desde el comienzo la dilatación no era suficiente, 1 cm. Estaba claro, sería necesario hacer una cesárea.
En estos casos no dejan entrar al marido al quirófano por lo que pedí a la doctora que bautizara a Elena nada más nacer. Con la sonrisa que le distingue me miró y me dijo. ”Pablo tú vas a entrar al quirófano y la bautizarás tú mismo”. Dicho esto a las 20:20 entré junto a mi mujer al quirófano y a las 20:40 Elena nació. No os engañaré, Elena era guapísima, y de la felicidad, se me olvidó bautizarla. Durante unos minutos me quedé mirándola con una gran sonrisa, hasta que me acordé de que tenía que bautizarla. La bauticé dos veces por si Dios no me había escuchado del todo bien.
Mi mujer, mientras tanto, seguía en plena operación, por lo que me senté a su lado. En cuanto vio a Elena se le quitaron todos los miedos, y la felicidad le invadió. A partir de ese momento, los médicos trabajaron con más presión aún, ya que Marie no dejaba de decir que quería terminar para coger a Elena.
Las siguientes horas fueron las mejores de nuestra vida. Todo el sufrimiento había valido la pena por ver a Elena, por darle nuestro amor, y por presentársela a toda nuestra familia.
Tras dos horas y once minutos Elena murió en brazos de su madre sintiéndose querida y habiendo llegado a muchos más corazones de los que se pudiera imaginar.
La vida siempre se merece una oportunidad. Volveríamos a vivir todo solo por ver a Elena un segundo más. No es lo mismo morir a manos de la madre (abortando) que morir en los brazos de la madre. De verdad, vale la pena sufrir por lo que quieres.
Por supuesto mi mujer tuvo el Sushi que tanto deseó y ya vuelve a beber…
Como dice mi hermana pequeña » Soy la única de mi clase que es tía de una santa» a lo que añado «no hay más orgullo que tener una hija Santa».