Cada uno tiene su ideal de fin de jornada. Una buena cena, cerveza fría, patatas fritas y un capítulo de una serie, por ejemplo. Meterse en la cama con la ventana abierta, buscar el sueño con un buen libro y bajo una luz tenue, prefieren otros. Incluso, qué cosas, hay a quienes les da por hacer ejercicio, como salir a correr, antes de caer en los brazos de Morfeo.
Lo más probable, en cualquier caso, quizá sea no tener como plan perfecto para terminar el día el salir de casa para pasear al perro, constatar, nada más cerrar la puerta, que las llaves se han quedado dentro (junto con el móvil y la cartera) y que no queda otra que buscar, literalmente, un techo donde pasar la noche, porque nadie más vive en ese piso. Qué maravilla.
Y así, mientras anochece y este anti héroe y su fiel compañero de cuatro patas recorren las calles de la gran ciudad de camino al que, a lo mejor, podría ser el edificio donde vivía el padre del casero para conseguir unas llaves (un plan infalible, nada podía salir mal), cuando lleva veinte minutos caminando, le viene a la cabeza al torpe un pensamiento: «¡ojalá se me apareciera Dios ahora mismo y me ayudara!».
Falacia donde las haya, puesto que al Señor no le hace falta aparecerse para ayudarnos y operar como Dios manda. Para eso es omnipotente. Pero el panoli tenía razón en una cosa: hay momentos, no necesariamente siempre malos, en los que nos hace un bien inmenso el ver, tocar, gustar, oír, oler. Cuánto más si es a una persona. Y no digamos si esa persona es Dios. Somos de carne. Necesitamos sentir, además de entender.
Y así tendremos a Dios mañana o en su defecto, el domingo. Le veremos en la Hostia, le lanzaremos flores, le comeremos en la Comunión, escucharemos el Pange Lingua (crucemos los dedos para que sea bien cantado), nos impregnaremos del incienso, aroma del Señor.
Padre, Hijo y Espíritu Santo no sólo estarán a la vista de todos, sino donde no están nunca: en el asfalto, en los pasos de cebra, en alguna plaza, en los adoquines que pisas a diario, lugares donde Dios no está a no ser que le dejes ir contigo.
Salvo este día, el día del Corpus Christi. Piensan los no creyentes que nos hacen un favor a los cristianos por dejar que paseemos la custodia por el callejero municipal. Pensamos los católicos que le hacemos un favor a Dios yendo a verle («pudiendo hacer otro plan, ¿eh? Que esta procesión no es como la de mi cofradía, la mía es mucho más bonita, dónde va a parar») y dejándonos los riñones, tanto el fisiológico, por la decoración floral, como el financiero, porque las flores, ay.
Pero no. No se le está haciendo un favor a la Iglesia ni a Dios. Qué ingenuo pensarlo. ¿Acaso todo un Dios necesita favores? ¿De verdad alguien puede creerlo? No. El regalo, amigo mío, se lo está haciendo la Trinidad a estas criaturas. Al hombrecillo al que se le olvidan las llaves, al que vive enclaustrado en su soberbia, su pereza, su lujuria o su egoísmo. Ése es el afortunado, el agraciado con la presencia física de Dios casi en la puerta de su casa. Todos sabemos que existe. Pero ah, qué distinto es verle la cara, aunque escondida, como dice Santo Tomás de Aquino en el Adoro te devore.
«Tres jueves hay en el año que lucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión». Ea.