Sucedió en un viaje. Como tantas cosas. Parece que cuando uno se dirige a algún sitio, lo único que ocurre es que se está moviendo en dirección al destino, sin más. Pero qué va, ni mucho menos. Cuántas buenas historias han tenido lugar con ocasión de un desplazamiento. Incontables. Que se lo digan a cualquier peregrino del camino de Santiago. Por no hablar de que la vida en sí es un viaje, como dicen los cursis.
Pero a lo que íbamos. Coincidieron en un trayecto largo, de varias horas, tres seres humanos; a saber, un musulmán, un ateo y un cristiano. El tercero fue el último en unirse, con lo que se acomodó (ejem) en un asiento posterior del coche y se unió a la conversación que ya mantenían sus dos compañeros.
El de Alá le contaba al ateo, como quien comenta que tiene sueño, que lo estaba pasando muy mal, fatal, porque ya atardecía y por tanto su cuerpo acumulaba la friolera de más de diez horas sin comer ni beber nada. «Estamos en Ramadán», le decía al recién llegado, dándole explicaciones. El cristiano asentía, mostrando curiosidad.
Fue la primera disertación. Continuó ilustrando a sus oyentes sobre Salah, la estrella del fútbol inglés, que por lo visto, es musulmán y cuando más rinde es precisamente durante el ayuno; sobre los cinco rezos diarios mirando a La Meca, que al chaval le costaban lo suyo; y sobre el hallal, la carne que toman los musulmanes tras degollar al animal y dejar que se desangre.
Los otros dos viajantes escuchaban, interesados, pero en el caso del ateo, lo suyo no era atención, sino entusiasmo. Animaba al musulmán a rezar, como mandaba el Corán, y a seguir fielmente los preceptos islámicos. «Si no, ¿para qué tienes tu fe?», le recriminaba. «No, si es verdad», asentía el muchacho.
El cristiano, aprovechando que no tenía a nadie sentado a su lado, meditaba pensativo en la escena. Tuvo una idea. Y la puso en práctica. Eso sí, antes cogió aire. «Lo del Ramadán es parecido al ayuno y la abstinencia de los cristianos, ¿no?», soltó, como quien no quiere la cosa. Silencio. Más silencio. Demasiado. Comenzó a ser incómodo. «Bueno, al menos a mí me lo recuerda», apostilló, para romper el hielo. Mutis por el foro. El ateo y el musulmán miraban al frente, impertérritos. Igual todavía se podía arreglar: «lo de la Semana Santa, de no comer carne…», dijo. Tampoco. Cuatro ojos clavados en la carretera y dos bocas cerradas como un colegio un domingo. Aquello tenía mala pinta. Ya, por quemar el último cartucho, musitó un tímido: «a mí desde luego me cuesta bastante, y eso que es mucho más flojo que el Ramadán…». Uno de ellos se rascó la cabeza.
A los pocos segundos, para terminar ya con esa tensión, ese alma de Dios vio a lo lejos una estación de servicio y exclamó: «¡mira, allí hay una gasolinera!», porque el conductor llevaba un rato buscando una para repostar. En efecto, funcionó, se dirigieron hacia allá sacando un nuevo tema de conversación y el resto del viaje lo pasaron charlando animadamente de muchos temas; no de lo divino, pero sí de lo humano.
De vez en cuando, y sobre todo, cuando por fin llegó a su destino, el cristiano dio vueltas a la situación. Pensó en la naturalidad con la que el musulmán hablaba de su fe, cómo explicaba sus tradiciones, sus costumbres, el sentido de cada mandamiento del Corán; su facilidad para contar sus luchas, lo que le costaban algunos preceptos y cómo sin embargo se esforzaba por cumplirlos…
Y luego pensó, además de en la llamativa sintonía del ateo con el Islam y su elocuentísima indiferencia hacia lo católico, en las ocasiones en que él mismo, bautizado, se había dejado llevar por la vergüenza para hablar de lo suyo, de su Dios, de su Iglesia; y también de tantas veces en que se había comportado como un auténtico hater de su fe, mirando sólo lo que no entendía y casi lamentándose de lo que «mi religión no me deja hacer sólo por fastidiar», con tono chinche. En un momento, se sorprendió a sí mismo pensando: «y me ha dado envidia el moro, oye».