Arde
Te estábamos bailando, acompañándote por las calles de nuestras ciudades, en procesión. O a punto de salir de la oficina, los que no teníamos vacaciones. El caso es que todo iba normal. Y de pronto, la imagen en las pantallas, terrible, escalofriante: la catedral de París, la iglesia de Nuestra Señora, de Notre Dame, en llamas.
Hacía tiempo que no veíamos una catástrofe así, la destrucción en directo de un gigantesco monumento, al menos desde el 11-S. Y ojalá sea la última. Tu casa se quema, Señor. El impresionante edificio que levantamos para adorarte se viene abajo, lo devora el fuego. Ocho siglos ha aguantado en pie hasta que, mientras se escriben estas letras, todo parece indicar que se puede derrumba.
Enseguida se ha empezado a analizar el incendio: es un símbolo de la vieja Europa que se muere, consumida. Más aún: junto con San Pedro del Vaticano, Notre-Dame es uno de los templos cristianos por antonomasia, así que su destrucción es la imagen de una Iglesia en riesgo de terminar convertida en cenizas.
Aunque aún estemos conmovidos, impresionados, el sentimiento no puede ser otro que el de desolación. Estamos tristes, Señor. Estas cosas pasan, pero cómo algo que te habíamos regalado con tanta ilusión, con tanto trabajo, tanto primor, cómo esa maravilla la hemos roto. Aún no se sabe la causa: si un accidente o un atentado, pero a fin de cuentas, qué lástima, Dios mío.
Pero seguro que estás sonriendo. No nos cabes en la cabeza, y menos mal, porque si no, la única reacción posible sería la desesperación. Estás contento, buen Dios, como te llaman en Francia, porque, ya que nos ponemos simbólicos, esta desgracia tiene muchos significados.
Fue la antigua Galia el primer reino europeo en convertirse a la fe cristiana y el primero en abandonarla, abrazando otra religión, el ateísmo.
El domingo empezó la Semana Santa, tus últimos días de vida en la tierra, y la cuenta atrás hasta tu muerte para salvarnos.
Las lecturas de la Misa de hoy nos enseñan que no eres un Dios prepotente y orgulloso, sino al contrario, un Dios que triunfa en la derrota: «mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco (…). No gritará, no clamará, no voceará por las calles».
También, que eres nuestra luz y nuestra salvación, la defensa de nuestra vida; ¿ante qué vamos a temblar?.
Y finalmente, nos enseñas cómo te dejas cuidar por una pecadora que, asqueada de su suciedad, rompe un frasco de perfume de los caros para que ni una sola gota sea para alquilen que no seas Tú.
Arde Notre-Dame, los cimientos de Europa se hunden, pero Tú resucitaste y nos redimiste. Estamos en Semana Santa, tiempo de conversión. ¿Nos vamos a asustar de que la obra de nuestras manos se destruya? ¡Demasiado tiempo ha durado! Y sobre todo, por muy mal que estemos, por muy catastrófica que sea la situación, aunque me lo repitan hasta a saciedad, yo sigo siendo pasión de Dios. Y me voy a salvar, porque le dejaré hacerlo.
Y aparte: me reiré de nuestras bellísimas catedrales cuando esté en el Cielo viendo a Dios tal y como es. Como hacen los que las construyeron y ahora disfrutan como niños construyendo a saber qué maravillas en el Paraíso.
Marisa de Toro