Iba con prisa, encadenando pasos de cebra que cruzaba con el semáforo en color rojo y entre algunos pitidos de conductores molestos. Si no lo hacía así, llegaría tarde al bar donde había quedado a tomar unas cervezas, sin duda. Por eso apretaba el ritmo, sorteando obstáculos.
No sólo las piernas aceleraban, la cabeza trabajaba a muchísima más velocidad, a toda máquina; casi echaba humo como una locomotora de las antiguas cuando se le forzaba el motor.
Además de pensar que tenía el tiempo justo para ser (más o menos) puntual, iba cuadrando en una especie de hoja de cálculo de Excel mental todo lo que tenía y quería hacer: la comida del día siguiente, planchar unos pantalones, pensar el regalo de cumpleaños de una amiga, escribir al colega que se había llevado una bronca en el trabajo para darle ánimos, comprar de una vez la bombilla para la lámpara; cambiar de colonia, que la de entonces ya le estaba hartando.
Y, en medio de ese torbellino, cuando le quedaban unos cien metros para llegar al bar donde le estaban esperando, se cruzó con una chica. Más o menos de su edad. Hablaba por el móvil. Iba paseando tranquilamente. Giró en la misma calle donde estaba el local de las cervezas, así que permaneció a su vista. Además, charlaba por teléfono en voz alta, con lo que pudo escuchar durante unos segundos parte de la conversación.
Que fue lo siguiente: «bueno, yo voy a (una iglesia muy conocida de la ciudad) los lunes, pero no por la charla, sabes, para nada (pausa). Bueno, está muy bien, porque así te dejas ver (pausa). Claro, claro, te pones mona, no vas de cualquier manera, que a saber con quién te encuentras».
Tras esto, cruzó a la acera de enfrete y continuó su camino hablando por el móvil, alejándose. Aún se podía oír su voz, flotando clara, agradable, cada vez más incomprensible, hasta que desapareció junto con su silueta en la siguiente esquina.
Quien le escuchaba, de manera fortuita, frenó en seco (sólo en su cabeza, porque llegaba tarde), y todo en lo que estaba pensando antes (comida, plancha, cumpleaños, bronca, lámpara y colonia) abandonaron la sala, porque habían llegado esas frases impactando lo suficiente como para hacerles caso.
Y es que había entendido perfectamente de qué hablaba esa chica, melena al viento. Se trataba de lo siguiente: una parroquia de un buen barrio organizaba charlas de formación cada semana, los lunes, y estaban dirigidas a un público joven. Después había un rato de adoración. Se habían hecho muy populares en la ciudad y cada vez iba más gente. La iglesia estaba llena los lunes por la tarde. Y llena de jóvenes.
También entendió el resto de lo que había oído. Le recordó a aquello de: «¿a quién has visto en Misa?», que había escuchado alguna vez. Pues aparte de a Dios, a Fulanito, Menganita y sus primos, daban ganas de contestar. Se trataba de lo mismo que decía la chica aquélla, a fin de cuentas. Consecuencia de una especie de mensaje subliminal, que se instala a veces en el subconsciente y que dice algo así como: «vas a estar con el Señor, sí; pero no olvides que hay más gente, vas a dejarte ver, amigo, quieras o no, y tú eliges cómo deseas ser visto. No me seas ingenuo, a estas alturas».
Pero, por suerte, seguidamente desempolvó un recuerdo que en su día le había llenado de tranquilidad tras unos momentos de indignación e incluso inocente y candorosa rabia: Dios hizo milagros y todavía hoy los hace, y de hecho es capaz de que un alma que sólo pensaba en dejarse ver, un buen día se dé cuenta de que llevaba todo ese tiempo (¡toda una vida!) amorosamente mirada por Alguien. Por supuesto, ese descubrimiento le deja completamente KO, como no es para menos. Ah, ¿pero que Dios me quiere tanto? ¿Seguro? Y, oh milagro, ese alma, tendida en el ring, vencida, rectifica la intención: como si estoy sola en la iglesia más perdida del mundo. Estoy con mi Dios, y basta. Reconocedlo, es un milagro de los grandes.
Tras este reconfortante y reflexivo momento, miró el reloj, comprobó que efectivamente llegaba tarde, más incluso de lo que esperaba, se colocó la chaqueta y el pelo echando una rápida ojeada al cristal de un escaparate y se dispuso a entrar en el bar con la sonrisa y la sed que requieren un miércoles primaveral a las nueve de la noche en medio de la gran ciudad.
Marisa de Toro