Un padre, o una madre, no tiene el don de la bilocación. Hay veces en que debe dedicarse de forma exclusiva a un hijo (por ejemplo, cuando está enfermo), o que simplemente está con uno y no con otros. Pero no por eso decimos que deja de ser padre del resto de sus hijos. Los quiere a todos por igual y es padre de todos ellos.
Sin embargo, cuando un hijo no conoce a su padre – y hoy en día desgraciadamente se da muchas veces – le será muy difícil saberse hijo si ese padre no llega a estar junto a Él.
Esto es lo que le pasa a Dios: tiene muchos hijos que no le conocen, que no han experimentado su amor. Por eso, Jesús, que vino al mundo para salvarnos y revelar al Padre, instituyó la Iglesia y le dio el encargo de hacer llegar este mensaje a todos. Es aquí cuando cobra sentido la tercera nota de la Iglesia: la catolicidad.
“Católica” significa “universal”. Lo primero que se nos viene a la cabeza es que la Iglesia tiene que llegar a todo el mundo. Por eso el Papa nos llama constantemente a salir, a ser misioneros en todos nuestros ambientes. La evangelización es un signo de madurez, que da alegría y plenitud a nuestra vida cristiana.
Ahora bien, esta universalidad también hace referencia a algo esencial y muy grande. Ya que, si lo pensamos bien, ¿quiénes somos nosotros – católicos – para dar a conocer el amor de Dios Padre a los demás? ¿Lo podríamos hacer con nuestras propias fuerzas? Obviamente, no. La clave radica en el otro sentido de la catolicidad: que Cristo está presente en la Iglesia. En toda comunidad, sea pobre, pequeña o esté dispersa, está presente Cristo, quien con su poder constituye a la Iglesia una, santa, católica y apostólica.
Como vemos, la grandeza de la Iglesia no le viene por sí misma, sino por Cristo. Allí donde está Él, está su Iglesia católica. De este modo, en la Iglesia, Dios Padre logra acercarse a todos sus hijos, y en Cristo ellos pueden experimentar su Amor y reconocerle.