“Prefiero el paraíso”, decía humildemente San Felipe Neri cuando se le propuso convertirse en cardenal. Para él, lo importante no era el título ni el color de la sotana, sino la sencillez de quien se siente llamado a la santidad, bajo esa frase que se convirtió en su oración: “sed buenos, si podéis”. San Felipe vivió la humildad de forma excelente, pero lamentablemente muchas veces se nos recuerda de aquellas autoridades de la iglesia que no llevaron una vida bajo los principios cristianos, dejando de lado la caridad, el amor a los prójimos y el desprendimiento propio. La Iglesia, cabe recordar, no está compuesta por máquinas ni perfectos, más bien está liderada por “pecadores a quien el Señor mira con misericordia”, recordando las palabras de Su Santidad el Papa Francisco, llenos y llevados por el Espíritu Santo.
A pesar de que tenemos esta naturaleza corrompida de raíz por el pecado, la Iglesia es Santa. Cristo la amó uniéndose a ella, haciéndola parte de sí mismo, santificándola mediante el don del Espíritu Santo, convirtiéndola en el Pueblo de Dios. La misión de la Santa Iglesia es la de llevar a todos estos pecadores alcanzados, aún en vías de santificación, por el camino de la salvación.
A pesar de ser liderada por humanos, la doctrina de la Iglesia se ha mantenido constante por dos mil años, sin cambiar su mensaje de amor. Un mensaje que no ha quedado en el olvido, sino que se vive por los millones de católicos esparcidos por el mundo.
Así como muchos nombres saltan cuando pensamos en autoridades corruptas en la Iglesia a lo largo de la historia, es imposible no pensar en todos aquellos modelos de vida cristiana que se convirtieron y lucharon contra sus pecados hasta ser santos. San pablo, San Agustín, San Ignacio de Loyola… Tal vez deberíamos centrarnos más en estos héroes de la Iglesia, de carne y hueso.
Pedro Alejandro Robalino