Cinco de la tarde, llaman a la puerta.
Seguramente será la vecina de al lado, porque me he vuelto a dejar las llaves puestas; o la de arriba que se le ha vuelto a caer algo que estaba tendido.
Abro sin mirar y me llevo la sorpresa de mi vida:
-Buenas tardes, soy el Papa Francisco ¿puedo pasar?
Muevo la cabeza afirmativamente mientras intento recordar cómo se cierra la boca.
Le llevo al salón, el sofá está lleno de calcetines que estaba intentando emparejar.
El Papa se sienta con toda naturalidad al lado de la montonera.
-Yo por eso llevo siempre calcetines blancos, para facilitar la labor en la lavandería- ríe, con esa sonrisa ancha y espontánea que te hace sentirte cómoda en un segundo.
Los calcetines se quedan ahí, yo me cojo una silla.
-¿quiere tomar algo?
– lo que tú tomes estará bien
Corro a la cocina, me agarro a la encimera, respiro hondo. ¿Qué le gusta a un Papa?
Vuelvo al salón con palomitas.
Eso seguro que no se lo dan en el Vaticano.
Se ríe al verlas. He acertado.
-Santo Padre, ¿cómo es que ha venido a verme?
El Papa coge dos palomitas y me mira a los ojos.
-¿Ves estas dos palomitas? Antes de explotar parecían similares, pero míralas ahora, cada una es única.
Cada persona es única y para mi es importante acercarme a las personas, hablar con ellas. Escuchar su punto de vista, que puede parecerse o ser totalmente distinto al mío. Eso enriquece mucho.
-Pues si se trata de charlar, a mí se me da “demasiado” bien. Hoy no vuelve a Santa Marta.
Es fácil hacer reír al Papa.
Y empezamos a hablar, le enseño fotos de la familia, libros que me han gustado…hablamos de las cosas por las que rezo y ahí, me pide rezar juntos por eso.
Y, sorprendentemente, me pide un consejo. ¿Qué puede hacer el Papa por mi?
En un milisegundo pasan por mi mente cientos de cosas, encíclicas sobre temas que me interesan, un pase perpétuo para la biblioteca del Vaticano, ver los archivos de la Congregación de los santos, asistir a una misa privada en la Tumba de Juan Pablo II, celebrando él; proyectos de caridad a los que destinar el óbolo de San Pedro…
-Bendígame y rece por mí- me escucho decir.
El Papa me mira sonriente.
-Me lo pones fácil, ¿eh? No suelen ponérselo fácil al Papa.
Y mientras me arrodillo y oigo la bendición, pienso en ese hombre, (cuyo apellido parece pronunciado debajo del agua), y en lo difícil que debe de ser para él, ser el Papa.
Y siento gratitud, mucha, por él, por los que vinieron antes de él y los que vendrán después.
Nos despedimos en la puerta; él me regala un rosario y yo le doy el bolígrafo de mi comunión. (No sé ni si pinta, pero me hace ilusión que lo tenga). Es un regalo práctico.
Antes de que desaparezca en el ascensor le grito: ¡Dios le bendiga!
Y escucho una voz descendiendo por los pisos: – ¡Gracias! ¡Reza por mi!
Y aquí estoy ahora, junto a la montonera de calcetines, con el rosario en la mano, escuchando sonar el timbre.
Será la vecina de al lado, o la de arriba…
Chiti Hoyos