Queridos hermanos y hermanas:
El pasado 19 de marzo, solemnidad de san José, firmaba el papa Francisco la exhortación apostólica Gaudete et Exsultate, en la que nos ha recordado que todos los cristianos estamos llamados a la santidad. Estoy seguro de que más de uno habrá recibido este documento con alguna extrañeza por proceder de un Pontífice cuyo magisterio ha tenido hasta ahora un marchamo prevalentemente social. No nos debe sorprender, sin embargo, que el Papa haya querido adentrarse en el núcleo más profundo del misterio de la Iglesia, su santidad, corazón también del más importante documento del Concilio Vaticano II, la constitución Lumen Gentium, que dedica su capítulo quinto a la vocación universal a la santidad.
Siguiendo la huella del Concilio, la exhortación apostólica quiere ser un aldabonazo que nos recuerda a los cristianos de hoy, tal vez demasiado adormecidos e instalados en un cierto aburguesamiento espiritual, nuestra vocación más profunda. El Papa nos recuerda la palabra intemporal de Jesucristo: “Sed santos, como el Padre celestial es santo” (Mt 5,48). Nos recuerda también el consejo de san Pablo: “Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1 Tes 4,3).
En realidad, la santidad es la primera necesidad de la Iglesia y del mundo en esta hora crucial. En momentos de crisis en la vida de la Iglesia han sido los santos quienes le han marcado las sendas de la verdadera renovación. “Los santos, -escribió el Papa Benedicto XVI- son los verdaderos reformadores… Sólo de los santos, sólo de Dios, proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo”. El Papa Francisco, por su parte, nos ha recordado que todos estamos llamados a la santidad que “significa vida inmersa en el Espíritu, apertura de corazón a Dios, oración constante, humildad profunda y caridad fraterna”.
El momento histórico que nos ha tocado vivir necesita cristianos santos. Vivimos hoy situaciones muy delicadas. Todos conocemos la crisis moral que corroe a las sociedades occidentales, sumidas en el nihilismo, la angustia, la tristeza y la desesperanza. Ello es consecuencia de la secularización, que trata de expulsar a Dios de la vida social e, incluso, del corazón de nuestros contemporáneos.
Ante esta situación, no existe otro antídoto que la santidad. Nuestro mundo, herido por la injusticia y la desesperanza, desequilibrado por el egoísmo, la violencia, el hambre y las desigualdades terribles entre el hemisferio norte y el hemisferio sur, no curará sus heridas desde las soluciones o las recetas que le brinden los sociólogos, los técnicos o los políticos, ni desde el mero servicio asistencial, soluciones que en ningún caso sanan el corazón del hombre, sino desde la revolución silenciosa de la santidad y del amor.
La santidad es obligación de todos los bautizados, en primer lugar, de los sacerdotes y consagrados, pero también de los laicos. La Iglesia y el mundo necesitan santos, santos en la vida ordinaria, héroes de lo pequeño, santos de lo sencillo, santos de lo cotidiano, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, padres y madres de familia, que encuentran su camino de santificación en la oración, en la participación en los sacramentos, en la profesión, la educación de sus hijos, la identificación de la propia voluntad con el querer de Dios, y en la ofrenda de la propia vida, abierta a las necesidades de los que sufren y comprometida en el apostolado y en la construcción de la nueva civilización el amor. Son los que el Papa denomina “la clase media de la santidad”.
El Papa dedica un párrafo precioso a nuestras madres, al “genio femenino”, a los “estilos femeninos de santidad, indispensables para reflejar la santidad de Dios en este mundo”. Después hace memoria de las grandes santas de la historia de la Iglesia, recuerda “a tantas mujeres desconocidas u olvidadas quienes, cada una a su modo, han sostenido y transformado familias y comunidades con la potencia de su testimonio”. Contempla también la santidad en lo que el califica como “el pueblo de Dios paciente: los padres que crían con tanto amor a sus hijos, esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, los enfermos, las religiosas ancianas que siguen sonriendo… aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios”.
El Papa nos recuerda que la santidad no es imposible, pues Jesucristo que nos ha llamado a ella nos capacita con la fuerza de su Espíritu para responder. Siguiendo la estela marcada por Juan Pablo II y Benedito XVI en sus homilías a los jóvenes, nos dice: “No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser. Depender de Él nos libera de las esclavitudes y nos lleva a reconocer nuestra propia dignidad”.
Que el Señor nos ayude a todos a vivir este precioso ideal. Con mi afecto y bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
Carta pastoral publicada en la página web de la Archidiócesis de Sevilla a la que puedes acceder en el enlace que te dejo.