Queramos o no, la rutina constituye la mayor parte de nuestra vida. Podemos pensar que se nos hace aburrida, que nos gustaría cambiar, probar otras cosas… pero al final nos acabamos topando otra vez con ella. Porque el mundo es así, no solo nuestro trabajo. El sol sale cada día por un lado y se va por otro, las hojas salen en primavera y se caen en otoño… todo se repite rutinariamente. Ahora bien, ¿esto es malo?
No es ni bueno ni malo, simplemente es así. Por eso, el primer paso es no intentar cambiarlo, no intentar que no sea así en nuestra vida, porque acabaremos frustrados. De hecho, hoy mucha gente intenta huir de la rutina, buscar experiencias únicas a toda costa, hacer mil planes sin estar realmente involucrado – por miedo a la rutina – en ninguno. Al final, se acaban perdiendo el gran regalo escondido detrás de toda rutina: la posibilidad de crecer como persona.
Es así, cuando algo no cambia, nos obliga a que cambiemos nosotros. En vez de buscar otra actividad, tenemos la oportunidad de ver con otros ojos lo que hacemos, de superarnos a nosotros mismos. La renuncia a la rutina es rendirse a crecer, rendirse a poner de nuestra parte en aquello que vivimos. Como vemos, en muchas de nuestras acciones nos engañamos, intentamos convencernos de que la realidad es diferente para evitar enfrentarnos a nosotros mismos.
Dios nos dice otra cosa mucho mayor. La realidad contigo es mejor. La vida es más rica cuando tú la iluminas. No huyas de ella, porque Yo la he hecho y es buena. Implícate, ámala, descubre su belleza y potenciala.
Pero el demonio nos engaña, a través de tantas cosas en el mundo. Por eso Dios hace otra maravilla mayor. Viene Él mismo – lo hemos vivido en Navidad – y nos muestra el camino para realizar lo que Él pensó en el origen. Fué obediente hasta la cruz, no buscó otro camino, porque la realidad que se encontró en el judaísmo era así de dura, así de cruel. Y precisamente fue a esa realidad a la que se enfrentó, para iluminarla con su cruz y su resurrección.