A menudo nos acostumbramos a las cosas grandes y las damos por sentado. Dejamos de agradecer y vivir admirados ante el misterio del amor. Lo mismo puede pasarnos con la Eucaristía: podemos acostumbrarnos a la presencia de Cristo entre nosotros, viviendo con indiferencia lo único que debería revolucionar nuestra vida. Pero descubrir estas limitaciones es siempre una ocasión nueva para crecer en la convicción de que sin Cristo no podemos hacer nada.
Ante la Eucaristía se equivocan nuestros sentidos. Vemos y saboreamos pan, pero no es ya pan. Es el cuerpo vivo de Jesús, en la unidad de su Persona verdaderamente humana y divina. Esto lo sabemos por la fe, y el Espíritu Santo nos mueve a reconocer a Nuestro Señor allí. Aunque no lo percibamos físicamente, al entrar nuestra carne en contacto con su Carne, tocamos su Divinidad y entramos a participar del amor infinito y eterno de Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Si no vemos la grandeza de todo esto es porque al comulgar o contemplar la Eucaristía perdemos de vista que se trata de una relación viva con una Persona real.
Las palabras de Jesús en el Evangelio –“Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”- son el fundamento de nuestra certeza al confesar y adorar su presencia en la Eucaristía. No es un mero símbolo que recuerde la Última Cena, o algún otro acontecimiento de la vida terrena de Jesús. Jesucristo se presenta todo entero como verdadero Dios y verdadero Hombre en el altar cuando el sacerdote pronuncia las palabras de consagración. Sí, el mismo Jesús que nació de María Virgen, que caminó con los discípulos, que predicó y sanó a los enfermos, que padeció, murió, resucitó, y ahora está glorificado a la derecha del Padre.
Ser cristianos implica identificarnos con los sentimientos del corazón de Cristo. Aquel corazón de carne en el que se encuentran sin confundirse su naturaleza humana y su divinidad; aquel corazón atento, manso, amoroso, libre; infinitamente superior a todo ideal imaginado por la mente humana. Cuando adoremos al Señor en la Eucaristía no cesemos de pedirle que nos conduzca a adentrarnos en su corazón, que sigue latiendo desde la custodia, o el sagrario, o la patena sobre el altar; y que arde en deseos de liberarnos y santificarnos.
Su corazón de carne sigue hoy latiendo desde la Sagrada Forma, despertando nuestras conciencias adormecidas y llamándonos a beber de las fuentes de su misericordia y su gracia. Todo lo que nos ofrezca el mundo, que ignore o rechace esta verdad, aunque implique placeres o éxitos inmediatos, no podrá más que dejarnos insatisfechos, y en muchas ocasiones desilusionados.
¡Es de Él de quien tenemos sed, y es sólo en la divina fuente de su corazón eucarístico, donde podremos saciarnos!