Somos tontos, sí, sí, tontos. Y ¿por qué? Pues porque hemos de tener a Jesús en nuestras vidas. Le tendríamos que tratar cada día porque es en Él donde encontramos la felicidad. Lo peor es que lo sabemos y muchas veces no lo hacemos. Yo sé que la Misa es muy importante, sé que está en el Sagrario, lo sé, pero muchas veces me da pereza, no encuentro el tiempo… Así de claro. Digo esto y sé que la próxima Adoración que vaya, el próximo plan me pasará lo mismo y no habré tratado a Jesús a lo largo de la semana como Le prometí que haría la última vez que fui.
Desgraciadamente, es verdad.
Y ahora estoy aquí, mirando al Santísimo, y Jesús despierta el deseo de tratarLe más porque, como nos recordaba el Papa, Jesús no solo nos quiere cerca de Él, sino que nos quiere enteros, nos quiere SANTOS. Jesús, utiliza la belleza de la Adoración para llegar a mi corazón y recordarme que me quiere ENTERO. Sin embargo, pasan las semanas y no puedo transformar ese deseo en una realidad. Salgo de cada Hora Santa con el firme deseo de ir a Misa entre semana y de tratarLe cada día un poco, pero no lo logro.
¿Por qué? ¿Qué me pasa?
El gran problema es que pienso que mi relación con Dios mejorará por mis propios méritos. Mejorará en el momento que tenga más fuerza de voluntad. Asimilo mi relación con Dios a la consecución de un simple objetivo. Entonces, pienso en los Apóstoles y la Virgen María y veo que lo único que dijeron fue que SÍ. Apareció Dios en su vida y Le dieron un SÍ rotundo. No eran gente con dobles carreras, ni másters, ni con unos trabajos de la leche; eran pescadores y mira la que liaron. ¿La razón? Que dijeron que sí y que vivieron una transformación en su espíritu. No eran ellos, sino Dios en su vida.
Pero para vivir esa transformación tenemos que darLe un sí de verdad. No un sí, únicamente bonito. Un sí a ir a Misa, a pesar de que me cueste. Y cuando diga que sí DE VERDAD y me proponga tratarLe y falle, pero me duela y Le pida perdón habré dado un gran paso. Y cuando al siguiente día me dé una pereza increíble ir a Misa y vaya, habré dado un paso enorme. Fallar, fallar, fallar, fallar, pedir perdón y levantarse con Su Misericordia. Fallar, fallar y vivir una transformación.
Y habrá un momento en que no sé por qué (en realidad sí lo sé) pero seré capaz. Con Su gracia y a través de Su Misericordia. No seré yo. Habrá un momento que con su gracia, Él me transformará. Será Cristo que vivirá en Mí.
Realmente, tenemos que DEJAR A DIOS SER DIOS, que sea el Rey de nuestra vida, así de simple. Que Él sea Dios, de verdad, y nosotros nos dejemos hacer. ¡Qué afortunados somos!