El pasado jueves, el Congreso de los diputados dio vía libre al inicio del proceso de legalización de la eutanasia, con el que se pretende lograr su despenalización mediante una reforma del Código Penal.
La eutanasia se conoce también con el nombre de “suicidio asistido”, lo cual no hace más que mostrarnos cuán bajo es el valor de la vida que se tiene en nuestros días o, mejor dicho, el que se intenta que se tenga. No deja de ser muy irónico que, con esas palabras bonitas, se pretenda hacer creer a la gente que ayudando a las personas a morir se les está haciendo, precisamente, el gran favor de sus vidas (y así encubrir también cualquier sentimiento de culpabilidad que pueda emerger en los “asistentes”). Y lo es todavía más, si se tiene en cuenta que este es el objetivo de una legislación en la que ni tan solo se ha reconocido el derecho a la vida.
Lamentablemente, es una solución a la que se recurre para evitarse también el lidiar con el sufrimiento que supone para uno acompañar a una persona convaleciente. Tal y como escribió recientemente el obispo Munilla en las redes sociales, “el suicidio asistido, lejos de ser un avance social, no es más que el fracaso de una sociedad incapaz de acompañar el sufrimiento”. Esto no es muy extraño, si se tiene en cuenta que vivimos en un mundo que, por lo general, huye de aquello que supone un mínimo esfuerzo, que busca lo fácil, lo inmediato, lo que el cuerpo le pide, refugiándose bajo una supuesta idea de libertad: una libertad mal entendida que exime de todo compromiso y fidelidad. Imagínate por un momento que, en medio de la agonía de Jesucristo, la Virgen María se hubiese acercado y le hubiese pinchado con una aguja para así ahorrarle parte de ese calvario, en vez de permanecer junto a Él, acompañándole hasta su último aliento, con una espada traspasándole el alma por el enorme suplicio de ver a Su hijo morir ante Ella. ¿Qué habría sido, entonces, de la Redención de la humanidad?
Tratemos pues, de conseguir que el mundo siga el ejemplo de María al pie de la Cruz, sufriendo con el que sufre. Logremos que se aliente a la alegría de vivir en vez de al último y desesperado recurso de morir. Porque la vida vale la pena vivirla y luchar para que así sea, también.
María Ramos