La oración no es sin más una actividad para relajarnos. Si el oxigeno llena nuestros pulmones y hace posible la vida de nuestro cuerpo, la oración es el aire fresco que impide que se asfixie nuestra alma. En ella somos ensanchados y elevados para amar a Dios, y desde Él, a todos. Por eso, la oración no es una actividad más dentro de todas las cosas que hacemos. Hacernos hombres y mujeres de oración es buscar, pedir, que nuestra vida se funda con la oración y que todo nuestro ser sea una ofrenda constante a Dios.
Quizá ya hayas descubierto que no es tan fácil perseverar en la oración. Además de descubrir que nos falta perseverancia, paciencia, e incluso fe, puede ayudar que revisemos si no hemos caído en la tentación, tan frecuente, de separar nuestra vida espiritual de la ‘vida real’. Esto sucede más a menudo de lo que pensamos: dedicamos unos pocos minutos a la oración cada día, vamos a misa los domingos, o incluso diariamente, y hasta rezamos el rosario a veces, pero tras temporadas de acercamiento a la oración, volvemos al desierto, se seca nuestro corazón, y al endurecerse de nuevo, ¡cuánto cuesta dirigir un Padrenuestro al cielo!
Uno de los motivos por los que las obras piadosas no terminan de calar en lo profundo y generar hábitos en nosotros, es porque pensamos que la mecánica acumulación de prácticas de piedad nos lleva necesariamente a una unión más profunda con Dios y elimina todo esfuerzo y sacrificio de nuestra parte. Comenzamos a adentrarnos en la oración, y al descubrir que no ‘sentimos’ nada, pronto abandonamos nuestros intentos. Tras unas pocas migajas de oración, desearíamos vivir los éxtasis de Santa Teresa de Jesús o tener la autoridad espiritual de San Pío de Pietrelcina. Pero todo esto sin estar dispuestos como ellos a llevar una vida llena de confianza en Dios en medio de las pruebas y sufrimientos; una vida obediente a la Iglesia y anclada en Jesucristo; una vida entregada por amor.
Hay dos caminos para hacerle frente a nuestra inconstancia en la oración. En primer lugar, el comprender que la finalidad de la oración cristiana no es nunca nuestra satisfacción egoísta, sino el conocer y amar a Jesucristo, buscando sumergirse en su misterio de Amor, de Luz y de Vida. En segundo, el no separar nuestra oración de nuestra vida, es decir, no ver la oración como una actividad separada de nuestra cotidianidad, sino como un camino de entrega de todo lo que somos, en la que nuestra manera de vivir, nuestras decisiones y nuestras obras, acompañan y se unifican con la oración.
Nuestra oración será profunda solamente en cuanto empecemos a tomar en serio nuestra conversión. Dios es fiel, y siempre acoge nuestros esfuerzos y gestos por agradarle, siempre está allí para transformarnos y liberarnos, para darnos vida. Pidámosle sin cesar que nos haga hijos fieles, que nos regale una disposición duradera del alma que busque sobre todas las cosas, y siempre, entregarse y confiar en Él, cumpliendo sus mandamientos por amor, y recibiendo la gracia de Dios que nos sana y eleva. Una vida cristiana plena, una vida santa, es una vida transformada por el Espíritu Santo mediante la Eucaristía, que ya no vive encerrada en su pequeño mundo de egoísmos, sino que ha sido sumergida en Cristo, para vivir en Él, con Él, por Él. ¡No hay nada en el mundo que se pueda comparar a esta dicha! ¿Por qué? ¡Porque esta dicha no la puede dar el mundo!
Mario Felipe Vivas Name