Como si las zarpas del dragón rojo acechasen, los católicos chinos afincados en España prefieren callar a recordar. Obispos, sacerdotes y fieles han sido asesinados, torturados o enviados a campos de trabajo forzado en el país por confesarse fieles al Papa. Ante la pregunta, la sonrisa amable desaparece y en la mirada se cuela el recuerdo de las purgas. “Lo siento, no te puedo ayudar, pero escribe. Allí las cosas están feas”, dice atropelladamente una feligresa sin dar pie a preguntarle por su nombre. Cerca de los setenta años, se atusa su media melena albina antes de echar a andar. “Le he rezado a Santa Rita. La próxima vez pediré por ti”, se despide mientras que con un dedo encorvado por la artritis apunta hacia la santa de mirada piadosa que preside la parroquia de la madrileña calle Gaztambide.
El silencio es reflejo de lo que ha vivido el país. A pesar de que China y España están separadas por 9.000 kilómetros, el miedo ha anestesiado la capacidad de rebelarse contra un régimen de largos tentáculos que señala al que disiente, incluso fuera de sus bastas fronteras. Si bien la República Popular China permite la libertad religiosa, el poder del Partido Comunista reprime cualquier línea de pensamiento que suponga una amenaza para el mantenimiento de su supremacía.
SANGRE Y FUEGO PARA IMPONER EL IDEARIO DE MAO ZEDONG
Según explica Ignacio Saavedra, profesor de periodismo en la Universidad CEU San Pablo, cuando Mao Zedong se alza con el poder en 1949 y proclama la nueva República “busca que el pueblo lo obedezca ciegamente a través de su propia divinización para justificar sus crímenes y la persecución de sus opositores. De este modo, el Partido Comunista se convierte en un sucedáneo de Dios. En la mente de los ciudadanos chinos Mao tenía un papel similar al de Jesucristo. De ahí que la religión más perseguida fuera la católica porque suponía una amenaza para la perpetuación de su poder”.
Saavedra argumenta que “los católicos fueron las primeras víctimas” de la represión que empezó en la década de 1950, antes de la Gran Revolución Cultural de 1966 -dirigida contra altos cargos del partido e intelectuales a los que Mao acusó de ser “partidarios del camino capitalista”, y que se saldó con 2 millones de personas muertas según los expertos-. Por eso, cuando el Gran Timonel impuso a sangre y fuego su ideario “el patrimonio religioso ya se encontraba derruido, cuando no quemado o expropiado, y los católicos yacían asesinados, torturados o hacinados en campos de trabajo forzoso”.
LA IGLESIA OFICIAL Y LA CLANDESTINA
Desde entonces, en China conviven dos iglesias: la oficial del régimen, también conocida como la Asociación Patriótica Católica China, que nació en 1957 con el objetivo de controlar las actividades religiosas; y la clandestina, fiel a Roma. Mientras que la primera tiene su propia estructura clerical, sometida a las órdenes del Gobierno y desligada del Vaticano, la segunda agrupa a los fieles a la Santa Sede, que se reúnen en secreto en sus hogares para celebrar la eucaristía, cambiando con frecuencia de lugar y solo avisándose entre ellos.
Pablo M. Díez, corresponsal del diario ‘ABC’ en Pekín desde el año 2005, señala que “si bien los seguidores de la Iglesia de Roma suelen ocultar que lo son para evitarse problemas, en realidad ambas instituciones están muy unidas porque los fieles al Vaticano también acuden a las misas oficiales”. El periodista afirma que si algunos feligreses no van a las eucaristías que organiza la iglesia afín al Gobierno es “porque la policía suele hacerles fotos para saber quiénes son y tenerlos controlados”.
“Seguir a Pedro ha llevado a muchos católicos a situaciones de cárcel o arresto domiciliario”, explica el padre jesuita Fermín Rodríguez, misionero en China y Taiwán entre 1990 y 2008. “Cuando yo llegué la gran represión de Mao Zedong había pasado, pero se perseguía a los obispos, sacerdotes y laicos contrarios a la Asociación Patriótica”, continúa. Precisamente, es la iglesia oficial la que ha nombrado a sus propios obispos sin la avenencia del Vaticano, lo que en ocasiones ha dado lugar a su excomunión. “La situación es complicada porque el Gobierno chino ha impuesto a obispos que después han sido reconocidos por Roma al aceptar la primacía del Papa”, explica el sacerdote, “mientras que otros religiosos de la iglesia clandestina no son reconocidos por la Asociación Patriótica”.
UN ACUERDO PARA SANAR HERIDAS
Para desencallar esta situación y poner fin a un bloqueo que se extiende desde que en 1951 fue expulsado de China el nuncio apostólico, el Pontífice y el presidente Xi Jinping han iniciado un proceso de diálogo. “La mayoría de los católicos no están de acuerdo con el conflicto político, por eso el Papa quiere sanar las heridas del pasado”, dice el sacerdote. El acuerdo al que parece que han llegado se sintetiza en que Roma reconozca a 7 obispos nombrados por el Gobierno chino y que pida a 2 obispos legítimos pero opositores a la Asociación Patriótica que renuncien a su cargo.
“Que Pedro llegue a un acuerdo con Pekín puede parecer frustrante, sobre todo para los fieles que viven en la clandestinidad, pero esos obispos han dado su vida por él sin pedir nada a cambio. El acuerdo exige sacrificios por parte de quienes reconocen la autoridad del Papa, y eso los diferencia de quienes solo ansían el poder”, comenta.
Aunque Xi Jinping no va a permitir que se evangelice China, un país que desde la década de 1970 ha pasado del empobrecimiento extremo a convertirse en una de las principales potencias económicas del mundo, pero sometido al férrero control del Partido Comunista, el sacerdote argumenta que el Pontífice tampoco “admitirá manipulaciones”. Señala que en treinta años China será la comunidad cristiana más grande del mundo, razón por la que “coser la Iglesia y unir a todos los fieles. El Papa Francisco jamás abandonará a los suyos”, sentencia.
Después de 70 años de represión, parece que hay motivos de esperanza para los 7 millones de católicos que según el Gobierno de Xi Jinping viven en el país. Como dispone la Declaración Universal de Derechos Humanos, ninguna persona en ningún lugar del mundo puede ser perseguida por sus ideas religiosas, con independencia de que se declare o no creyente y de la confesión que practique.
Fuente: Cope