Hace unos días, me fui de convivencias con un grupo de amigos de mi edad. El último día, ya a la vuelta, hicimos parada en un convento de carmelitas en Tiana y tuvimos un rato de oración con el Santísimo allí expuesto. Después, pasamos a la sala del locutorio para presentarnos a las monjas. Seríamos aproximadamente veinte jóvenes, ninguno de los cuales (a excepción de dos de nosotros, cuya tía estaba allí) había pisado nunca en la vida aquel convento. Sin embargo, todos nos llevamos una sorpresa increíble al ver que a medida que nos íbamos presentando (cada uno dijo su nombre, su edad, su carrera y poco más.), ellas eran perfectamente capaces de situarnos en el mapa, como si ya nos conocieran: que si uno era el hijo de tal, que si el otro el sobrino de cual… y un largo etcétera. El caso es que todos salimos de allí perplejos ante la asombrosa memoria de las monjas y seguros de que si, al cabo de quince años, nuestros hijos se pasaban por allí, sabrían asociarlos enseguida con nosotros.
Esta anécdota, no obstante, me hizo reflexionar sobre la importancia de escuchar bien a los demás. Porque si estas monjas recordaban todo lo que recordaban era porque realmente ponían todo su ser a la hora de escuchar a aquellos que las visitaban, no únicamente los oídos. Y esto, a la larga, me ha llevado a pensar que, de alguna manera, quien atiende a la voz del que tiene al lado, está escuchando la voz del Otro, a Dios Padre. Son tantas las cosas que Él anhela decirnos, y tantas las veces que nosotros lo dejamos de lado en el Sagrario, con la palabra en la boca, solo y abandonado… Pero Él, con su infinita Misericordia y por el Amor tan inmenso que nos tiene, nos sale al encuentro e intenta conectar con nosotros como sea. No se cansa de llamar a la puerta de nuestro corazón. Y cuando nosotros, en nuestra pequeñez, no somos capaces de hablar con Él en la oración, Dios vuelve a hacerse hombre entre nosotros, y nos habla a través de los demás, con la voz de los que nos rodean. ¿Qué sonido hay más bonito que el de Su voz? ¡Y realmente cuánto necesitamos escucharlo!
Sea como fuere, quien escucha a Dios en los demás acaba aprendiendo a escucharle en el Sagrario, y viceversa.
Además, es algo que, es mucho más sencillo de lo que muchas veces nos puede parecer. Tan solo nos basta con cerrar la boca, abrir nuestros oídos y poner nuestro corazón para escuchar la voz del Otro, que arde de ganas de gritar lo locamente enamorado que está de nosotros.
María Ramos