Un buen noviazgo es fundamental para un matrimonio feliz. Sé que no descubro América con esta afirmación pero me gustaría ser capaz de transmitir la importancia y la verdad que contiene esta frase. Con casi seis rupturas por cada diez matrimonios —datos de 2016 en España según el INE—, puede parecer lógico que la gente se lo piense tanto antes de casarse y es fácil que nos coma por dentro una duda: «¿Quién nos asegura que esto no nos sucederá a nosotros?». Las rupturas son muy dolorosas, tanto si se trata de divorcio, separación o de un proceso de nulidad matrimonial. Siempre hay heridas. No soy una experta en estos casos y mi trayectoria matrimonial es pequeña, pero hay una cosa que creo que es cierta: debemos invertir en prevención de fracasos matrimoniales. Las personas nos jugamos la felicidad en ello, y la sociedad entera pierde cuando una familia se rompe. Apostemos por una buena preparación al matrimonio.
El amor para siempre es posible pero no se improvisa. Se construye. Desde antes de empezar a salir con alguien. Desde la preparación remota de la que hablaba ya san Juan Pablo II en la Familiaris Consortio, que comienza en la infancia, en la propia familia, hasta la preparación inmediata a meses de la boda. El papa Francisco también habla de esto en Amoris Laetitia (especialmente en el punto 208). Todo construye, pero quiero centrarme en la preparación al matrimonio que supone un noviazgo:
«El noviazgo bien vivido es garantía de una vida de amor libre y fecunda. Es preciso cimentar bien la vida matrimonial. Es urgente que recuperemos el sentido de ser novios, esa temporada privilegiada en la que el amor se va haciendo cada vez más referencial —más referido al otro en cuanto otro—, en la que el otro va pasando de ser ocasión de que me encuentre enamorado, a ser causa de que yo ame»
(Dios en on, José Pedro Manglano, página 228)
El noviazgo no está para pasar el rato, ni para marcar un tick en una lista de “cosas por hacer”, ni un “como todos lo hacen”… Es una etapa de conocimiento mutuo para ver si el otro es “la persona”, una etapa en la que, como dice Manglano, el foco cada vez está menos en el “yo” y más en el “tú”. Es una preparación para la verdadera aventura que viene después: el matrimonio.
Y aunque la realidad es que nunca estás preparado para casarte, en el amor no se puede ir a ciegas. Tal vez os hayan dicho alguna vez aquello de “se llama ‘novio’ porque ‘no-vio’”. Yo propongo enterrar este dicho. Que el noviazgo sea realmente una época para ver, para discernir, para conocerse y para aprender a querer, aunque todo eso seguirá también después de casados, lo cual da mucha paz: se aprende por el camino. Esto es parecido a la carrera: cuando estudias no lo sabes todo, de hecho emprendes tu vida laboral y te sientes un poco pez, pero lo que te ha dado la carrera (si la has aprovechado) más que conocimiento (que seguro que lo más básico sí te lo ha proporcionado) son unas actitudes y unas habilidades para saber desenvolverte con lo que venga. Creo que el noviazgo es muy parecido: aprendes a conocer tus sentimientos y sus sentimientos, aprendes a interpretarlos y a expresarlos, aprendes a disentir sin que eso mengüe el amor, aprendes a perdonar —cada vez más rápido—, aprendes a querer de mil maneras.
A veces no tenemos presente que el matrimonio es una vocación. Los sacerdotes se preparan al menos cinco años en el seminario, ¿y quienes nos casamos nos podemos contentar con un cursillo prematrimonial de un par de días? La formación es necesaria: leer, consultar con gente que sepa del tema, participar en los grupos y cursos para novios que suele haber en las ciudades (¡o incluso crear el tuyo si no tienes uno cerca!)… Un amigo mío suele decir que invertimos mucho en nuestro futuro profesional (carrera, máster, cursos de perfeccionamiento…) y muy poco en nuestro futuro personal, cuando (por lo general) vas a estar muchos más años casado que trabajando. Creo que tiene razón.
La importancia del noviazgo es clara, pero ojo, ¡no hay que sobrevalorarlo! Su valor le viene por la grandeza del matrimonio, y vivir el noviazgo como si estuvierais ya casados, es una de esas cosas que dañan la relación.
«No puede haber novios si no hay un proyecto de vida conyugal, del mismo modo que no hay opositores a notarios si no hay notarios. ¿Te imaginas a una persona que se dedicara toda su vida a ser opositor y nunca se examinara? Es decir, que se instalara en el camino sin llegar a la meta. Sería un viaje a ninguna parte»
(Pijama para dos, Alfonso Basallo y Teresa Díez, página 46)
Que esta etapa sea una preparación para el matrimonio no quiere decir que el 100% de los noviazgos acaben en el altar. Lo sabemos por experiencia ajena (y a veces propia). El noviazgo es temporal, es una de sus características principales: está abocado a su fin, tanto si termina en boda (y ya no sois novios, sino esposos) como si termina en ruptura. Saber cuándo es el momento en que un noviazgo debe acabar (en un sentido o en el otro) no es sencillo, pero tendréis mucho adelantado si lo habéis vivido bien.
En esta aventura no os olvidéis de contar con Dios. Como escuché una vez en una homilía de Pascua: “Con Cristo se vive mejor, se sufre mejor, se ríe mejor, se llora mejor”. Y se ama mejor. Contad con Él. Tras la boda, por la gracia del sacramento, estará de manera especialmente presente en vuestro matrimonio, pero escucharle, dejarse ayudar por Él, aprender de su manera de amar, eso tampoco se improvisa. No os olvidéis tampoco de María, que ya demostró en las bodas de Caná, que ella era la primera —y mejor— wedding planner.
Por Lucía Martínez Alcalde. Escritora de Me debes un beso y del blog #MakeLoveHappen. Portavoz de Arguments y líder internacional de CanaVox en España.