En el Sistema Solar, a la vez que ocho planetas, 174 lunas y una estrella daban vueltas de forma armoniosa, en un baile armónico en el que ninguno pisaba al otro, un insignificante asteroide del cinturón de Júpiter creía que aquel 24 de diciembre sería un día cualquiera. Pero estaba muy equivocado. Aquella bola rocosa, que no sabía que se iba a convertir en la estrella más maravillosa de la historia, se llamaba Fugaz.
En aquel tiempo, en Belén, un pueblo perdido en un desierto cualquiera del hemisferio norte, el día se apagaba. A pocos kilómetros de aquel poblado, una mujer embarazada y su nervioso marido caminaban rápido para adelantarse a la penumbra y encontrar una posada en la que poder descansar. Sus manos temblaban, más por los nervios que por el frío. Estaban a punto de ser padres primerizos y aquel viaje había roto sus planes. Cansados del camino, se pararon un instante a contemplar, con la boca abierta, como una luna llena rojiza empezaba a asomarse sobre sus cabezas.
“¿Cuántos días habría que caminar para llegar a la luna, José?”, preguntó aquella joven con cara de niña pizpireta a su compañero de viaje. “En un año caminando a buen ritmo, si quieres, lo conseguimos. ¿Te ves con fuerzas, María?”, le respondió él riéndose a carcajada limpia y acariciando el suave rostro de su mujer. Lo que ninguno de los dos se imaginaba es que mil veces más lejos que aquella perla blanquecina que cambiaba de color a su antojo, había un pequeño astro que sería testigo del momento más importante de sus vidas.
Fugaz, una pequeña roca apagada, aunque algunas veces soñaba con convertirse en una gran estrella, estaba acostumbrada a su rutina. Junto al resto de los asteroides de Júpiter, ejercía bien su papel de personaje secundario del Universo. Solo tenía que seguir dando vueltas alrededor de su planeta, como un trabajador que durante años y años repite el mismo ceremonial cada mañana. Pero aquella noche, se despistó mirando a la luna, y cuando quiso volver a su redil, se perdió. Aunque intentó con ahínco volver a recuperar su lugar en el universo, ya no podía. Había un magnetismo mágico en la Tierra que lo atraía y que no sabía cómo detener.
En su nueva senda, sintió pánico. Tuvo miedo de trastocar el Majestuoso Orden que había puesto el Creador de Todo. “Seguro que se va a enfadar mucho el Gran Artista cuando vea que, por un despiste, he roto su obra maestra, el maldito Universo”, se planteó acongojado mientras viajaba cada vez a más velocidad. Poco a poco, aunque estaba realmente asustado, empezó a disfrutar de su nueva trayectoria celeste. “¿Y si en realidad este era mi destino verdadero y no lo sabía?”, volvió a reflexionar mientras viajaba más y más rápido. Aquel pensamiento provocó algo extraño en su pequeño cuerpo rocoso. Cuanto más se apagaba la duda y más confiaba en su nuevo lugar en el Sistema Solar, un fuego insospechado empezó a envolverle. Aunque en un primer momento creía que iba a estallar, se estaba convirtiendo en una brillante luz en medio de las tinieblas.
Cuando habían pasado tres horas de la medianoche, el momento más oscuro de aquella madrugada del 25 de diciembre en Belén, aquella estrella se quedó pasmada. Vio desde el cielo, en una pequeña cueva, una ráfaga de luz mucho más grande que la suya. Y frenó en seco, desprendiendo más energía que nunca. María, José y la Estrella Fugaz acababan de ser testigos del acontecimiento más bonito que puede existir en el mundo: el nacimiento de un niño. ¡Y menudo Niño!
Autor: Calixto Rivero