Ya se acerca la Navidad. Es inminente. Son los últimos días de espera, los de mayor expectación, los de tener la boca y el alma en un constante “oh, Señor, ven, pronto”. Así estaría la Virgen. Serían sus últimos días de embarazo. Ya estaría de ocho meses y un pico muy largo, casi nueve. Por Ella nos vino Dios, por ella nos vino Jesús. Seguro que ella, como cualquier madre en su estado tan avanzado, se tocaba la barriga y le decía, “oh, hijo mío, ven pronto”. Estaría deseosa de ver su rostro, de que llegara a su vida, de que naciera, de acunarlo entre sus brazos, de cantarle con su melodiosa voz y dormirlo con sus canciones, de entonarle el magnificat de su vida. María también es nuestra Madre, y con ella esperamos a Jesús, y le pedimos: muéstranoslo.
La maternidad de María, con respecto a nosotros, es una maternidad redimida, una maternidad abierta al don de una vida nueva, de una vida divina. A ella nos acogemos como Madre cuando clamamos como hijos desterrados de otra madre, de Eva, como hijos de una maternidad pecadora, sin redimir. Y ella vuelve hacia nosotros sus ojos, viendo nuestros valles de lágrimas, pues clamamos a ella en mitad de las dificultades y de las tinieblas diciendo: muéstranos a Jesús. Pero también le decimos, sé nuestra Madre, madre de una humanidad redimida, en busca de redención, en busca del Redentor, de tu hijo Jesús.
Señor, con tu Madre, con María, te esperamos, y lo hacemos reunidos, en la Iglesia. Pero es la buena Madre quien nos reúne. Solo ella reúne a los hijos con los anhelos de la fidelidad de la esposa y de la madre que no puede soportar como los hijos andan por caminos torcidos y sale a recogerlos, para así, todos juntos, poder esperarte. Y la buena Madre nos reúne a los hijos mostrando al Hijo, a Jesús. En la palabra y en la Eucaristía. Sin ambos alimentos no se pueden reconocer las pequeñas venidas veladas del Señor en lo ordinario. O aprendemos a ver a Dios en lo ordinario, o no lo veremos. Estas son las cosas que María guardaba en su corazón y las hacía pan de vida meditándolas en su oración. Así la Iglesia, con el ejemplo de María, es como una madre. Así María nos muestra a Jesús.
María es también el camino de vuelta a Jesús. Por ella nos vino, ella nos lo muestra, por ella volvemos a Él. Cuando nuestros pasos fallan, cuando nos equivocamos, cuando las sombras nos envuelven, cuando parece que no hay luz, elevemos los ojos a María. Ella no deja a ninguno de sus hijos. Ella es la buena Madre. Ella mira con compasión a sus hijos, no los deja. Solo hay que tomar su mano maternal y nos llevará de nuevo a Jesús.Jesús es el fruto bendito de su vientre que pedimos que nos muestre, lo llevó nueve meses en su seno, lo acarició muchas veces, soñó ver su rostro mil veces, le cantó muchas más, lo mimó, lo cuidó… Pero nosotros también somos sus hijos. Nosotros somos el fruto bendito del Calvario, de la Cruz. “Ahí tienes a tu hijo”. ¡Qué grandes palabras! ¡Qué gran Madre! Así es Madre de Jesús y madre nuestra. Si estuvo junto a Jesús en todos los momentos, desde los más felices hasta los más críticos, oscuros y dolorosos, pero también fructíferos de la cruz, también estará en los tuyos, desde tus frondosos y soleados valles hasta tus, también, valles de lágrimas. Invócala como Madre y pídele que te muestre el fruto bendito de su vientre, que te acompañe como Madre y que te lleve a Jesús. A Jesús por María.