El lunes pasado, en la homilía del Papa, salieron a relucir varias ideas. En primer lugar, nos dio una buena lección de dejarse querer: «Porque tantas veces nosotros estamos apegados a lo negativo, estamos apegados a la herida del pecado dentro de nosotros y, muchas veces, preferimos permanecer allí, solos, o sea en la cama, como aquel del Evangelio, aislados, allí, y no levantarnos.»
Siguiendo con el paralítico de Siloé, el Papa decía que, muchas veces, somos como él: nos gusta más quejarnos y poder quejarnos que el hecho de que las cosas vayan bien. Eso ayuda a que nunca nos guste dejarnos consolar.
Habló también del profeta Jonás, al que otorgó el título de «Premio Nobel de las quejas», porque huyó De Dios. Después le engulló un pez y luego, al hacer caso y predicar en Nínive, se quejaba de la conversión de los ninivitas.
Por último, añadió una anécdota de un sacerdote que había conocido hacía tiempo, que según él, «tenía la característica de encontrar la mosca en la leche»:
«Era un buen sacerdote. Decían que en el confesionario era tan misericordioso, ya era anciano y sus compañeros de presbiterio decían cómo habría sido su muerte y cuando habría ido al cielo. Decían: ‘Lo primero que dirá a San Pedro, en lugar de saludarlo, es: ‘¿Dónde está el infierno?». Siempre lo negativo. Y que San Pedro le mostraría el infierno. Y una vez visto…: ‘¿Pero cuántos condenados hay?’ -‘Sólo uno’- ‘Ah, qué desastre la redención’… Siempre… sucede esto. Y ante la amargura, el rencor, las quejas, la palabra de la Iglesia de hoy es ‘coraje’, ‘coraje'».
En definitiva: quejarse menos y dejarse consolar más. No atascarse en las cosas que le van mal a uno.