¡Que gran dignidad la tuya! Escuché que una señora le decía el otro día a un sacerdote. ¡Pues la misma dignidad que la suya y la mía, buena señora…! Le contesté.
Y es que la dignidad -como esta señora la entendía- nos viene por el bautismo, no por unos méritos o decisiones que tomemos. No hay cristianos más dignos que otros, porque Dios es Padre de todos… por igual. Da igual que seas pobre o rico, culto o sin estudios, de campo o de ciudad, niño, abuela, rey, ministro, albañil, cura, monja, laico, soltero o casado. Si estás bautizado, a los ojos de Dios, todos somos iguales.
Por el contrario, y aunque mucha gente no lo sepa, el orden sacerdotal lo que incluye en esa dignidad es una gran tarea, una gran responsabilidad: la de ser servidor de todos. Desde el momento en que uno se ordena… deja de pertenecerse. “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en m픹, que decía san Pablo. “Ya no me pertenezco”, que decía Pablo Domínguez. No hay nada más absurdo que preguntarle a un cura por su tiempo libre, porque… ¡todo su tiempo lo es! Todo su tiempo es libre para así estar disponible y al servicio de los demás.
Quizá si es cierto que ser cura es ser un elegido de Dios, pero tan cierto como que es ser un elegido para su servicio y el de los demás. Por tanto, ser cura no es ser “más” -y menos como la sociedad entiende ese más- sino que ser cura es rebajarse hasta llegar a ser un humilde servidor del pueblo de Dios. Consagrar, así, no es un poder sino un servicio. Confesar no es trabajo sino un servicio. Dedicar tiempo a los demás, escuchar, acompañar, acudir ante los más necesitados, visitar a los enfermos, enseñar a los niños… son servicio tras servicio.
El cura no es mas que el último y servidor de todos. Y para eso se necesita haber sido llamado, porque si no el grado de amargura puede ser extremo. La vocación es como un olivar que el Estado te expropia para construir una autovía. Si amas ese tráfico que desde ahora empezará a pasar por ahí, si amas que la gente ahora tarde la mitad en llegar a su trabajo, si amas que en las vacaciones ya no haya atascos, si amas que ahora haya menos accidentes que en la antigua carretera llena de curvas… quedas congratulado. Si no, te amargas porque en diciembre ya no puede recoger algunas de tus aceitunas.
El clericalismo, tan de moda en otras épocas y del que aún quedan reductos, no es otra cosa que el sacerdocio mal entendido. Aquí, el clero es el que tiene la misión, la potestad, el poder… y la gente no posee otra función que la de ayudarle. ¿Veis?, ¡el mundo al revés! ¡Pero si Cristo vino a la tierra a enseñarnos el camino del servicio! “Quien quiera ser el primero que sea el último y servidor de todos”² o «yo no he venido para ser servido sino para servir»³. En un sacerdocio bien entendido la única preocupación es la del servicio para la salvación de los hermanos, en donde además encuentra la propia.
Les preguntaba a mis chavales de catequesis el otro día si uno era más feliz dando o recibiendo, encerrado en su cuarto con su videoconsola o jugando en el patio con sus amigos, compartiendo el bocadillo o comiéndoselo mientras ve a los demás pasar hambre. La respuesta fue al unísono: ¡siendo generosos! Pues… imaginad esa generosidad llevada al extremo, a la entrega total de tu vida. ¿No es ilusionante? ¡Quizá nunca te habías planteado así la vocación!
¹ Gálatas 2, 20
² Marcos 10, 44
³ Mateo 20, 28