Me llamo Esther, soy abogada y vivo en El Puerto de Santa María (Cádiz). Hace ya un tiempo que decidí dedicarme completamente a mi familia, mi marido Sebastián y mis cinco hijos.
En mayo de 2016 le apareció un pequeño bulto a Sebastián en el cuello que resultó ser un cáncer ya en fase de metástasis. Cuando me lo dijeron casi me caigo de la impresión, tuve que salirme de la consulta donde estaba y me senté en el suelo como bloqueada. Costó mucho encontrar el origen, porque se trataba de un tumor oculto que se había alojado en lo que los médicos llaman «cavum», un espacio situado detrás de la campanilla de la boca. Y además muy agresivo, en apenas dos meses había desarrollado aquel bulto en el cuello.
La pregunta que siempre te haces en estas situaciones es «¿por qué?». Por qué a mi marido, por qué a su edad, teniendo niños pequeños… La verdad es que sin fe me hubiera sido dificilísimo afrontarlo, porque no hay una respuesta evidente, comprensible. Es necesario fiarse de Dios para aceptar eso de que «todo es para bien»…
Sebastián empezó a recibir un tratamiento muy intenso de quimioterapia y radioterapia, el máximo nivel que permitían las circunstancias. El cuello le quedó como abrasado, tanto por dentro como por fuera, y toda su dieta era líquida porque no podía masticar. Cada día yo le ponía delante los 15 batidos que tenía que tomar, y con paciencia le iba ayudando a ingerirlos todos. No podía adelgazar porque entonces no le serviría la máscara especial que tuvieron que hacerle para recibir la radioterapia con precisión y habría que empezar de nuevo.
«La vida sigue», me decía alguna amiga. «Sí, pero es que la mía se me ha parado…», le contestaba yo. Menos mal que muchas personas rezaron por nosotros. Al regresar de las sesiones de radioterapia, Sebastián me hacía ver que bastantes enfermos con los que coincidía reaccionaban interiormente (y lo manifestaban) con desesperación, enfadados con Dios, con una enorme amargura. «En cambio tú y yo venimos protegidos y completamente armados con las oraciones de toda la gente que está pidiendo por nosotros. Esa fuerza y esa fe es un gran don…».
En esas semanas trajeron a nuestra casa la capilla domiciliaria de la Virgen de Torreciudad, la «morenita» le llamábamos. Nos hizo mucha compañía: algunas veces rezábamos el rosario con mis hijos mayores, y varias noches en las que yo no podía dormir, acudía a ella en busca de serenidad. Me enteré de que podía escribirle en la página web del santuario. Eso fue para mí una liberación, porque estaba como bloqueada y sin poder casi rezar, no sabía cómo. Es verdad que me abandoné en los brazos del Señor, pero me parecía que yo no hacía nada. De este modo, todos los domingos durante los meses que duró el tratamiento, estuve escribiendo mensajes dirigidos a Nuestra Señora de Torreciudad. Le pedía insistentemente por la curación de mi marido, de mil maneras, con la tozudez de la niña pequeña que quiere algo con toda su alma y se lo pide constantemente a su madre poniéndose muy pesada. Y así pude dar cauce a mi diálogo con Santa María.
Por otro lado, mi marido le tiene devoción a Isidoro Zorzano, porque los dos son ingenieros. Y yo me puse en el móvil una estampa del Sagrado Corazón de Jesús, del que soy muy devota por influencia de mi abuela. También le rezaba al beato Álvaro del Portillo. Y qué verdad es eso de la comunión de los santos, la importancia de rezar unos por otros: lo he experimentado con una fuerza extraordinaria. Es un sentimiento que compartió conmigo una amiga muy especial a la que llevo siempre de ejemplo.
Mis hijos son pequeños, la mayor de 12 años y el pequeño de 2, y tuvimos el esfuerzo añadido de ocultarles la enfermedad de su padre. «¿Otra vez os vais a hacer recados?», preguntaba mi hija la segunda cada vez que salíamos de casa en dirección al hospital. Cogíamos la última hora de la tarde para que no vieran a su padre volver cansado y con mal aspecto. A Sebastián sólo se le cayó el cabello en la parte de atrás de la cabeza, de modo que primero les dije que me había equivocado con la maquinilla al cortarle el pelo, y ellos dijeron que también querían cortárselo como su padre. Después, que había cogido piojos que habían traído ellos del colegio… Y me dio un vuelco el corazón el día que mi padre llegó a casa… con el pelo cortado como lo llevaba Sebastián: «yo también he cogido piojos…». Él tiene 70 años y llevaba melena, y no había manera de que se la cortara. Pues ese día vino sin melena y sin barba. Me harté de llorar en el cuarto de baño conmovida por ese detallazo de cariño con mi marido.
Gracias a Dios, finalmente nos dijeron que había desaparecido cualquier rastro del cáncer. Hace nueve meses que terminó el tratamiento y a Sebastián le quedan algunas secuelas un poco molestas y todavía bastante cansancio, pero lo sobrelleva con buen humor. Sigue recuperándose lentamente y quisimos viajar hasta Torreciudad para agradecerle a la Virgen tantas cosas de estos últimos meses. Porque estamos convencidos de que la curación de Sebastián ha sido un milagro alcanzado por mediación de Nuestra Señora de Torreciudad.
Aprovechamos la Jornada Mariana de la Familia para realizar los 1.100 km. de ida y otros tantos de vuelta de nuestra peregrinación familiar de acción de gracias. Y tuvimos la alegría de ser la familia que llevaba al sacerdote celebrante las ofrendas del pan y del vino en la eucaristía al aire libre ante miles de personas. Fue un momento absolutamente emocionante, no tengo palabras para describir el gozo que nos inundó a todos al acercarnos al altar.
Sé que nos queda mucha lucha por delante, y por eso sigo escribiéndole a Ella cada semana, pero la vivimos día a día tratando de abandonarnos con confianza en las manos de Dios y de su Madre bendita.
Fuente: https://www.torreciudad.org/noticias-detalle/3475/un-cancer-extinguido-por-la-oracion/