“Pero, ¿cómo le voy a contar al cura mis pecados…? Eso seguro que se lo han inventado ellos para cotillear nuestras vidas”. Esas fueron las palabras que me dijo el otro día una amiga mientras hablábamos de la confesión. Y es que a veces podemos quitar importancia a este sacramento y acomodarnos pensando que con rezar y pedir perdón a Dios basta.
El sacramento de la penitencia es un tesoro que regaló Jesús a la Iglesia, confiándole el poder de ser transmisora del perdón de los pecados a través de los sacerdotes: «A quien perdonéis los pecados, le quedan perdonados» (Jn 20, 23).
Jesús fue muy claro con esta afirmación ya que quería que se siguiese esa misión tan novedosa de Redención, Amor y Misericordia que Él había instaurado. Quiso además seguir perdonándonos de forma personal, de tú a tú, por eso lo hace a través de los sacerdotes, que hacen las veces de Cristo aquí en la Tierra.
La Iglesia tuvo muy claro esta misión sacramental desde el principio. Se custodió en los comienzos con gran ardor, y ha permanecido, a pesar de sufrir numerosos ataques. Hoy sigue siendo prueba del gran Amor que Dios nos tiene, el medio para volver a acercarnos a Él y recuperar la comunión que se rompe por el pecado.
Por ello, tenemos la suerte de tener a personas preparadas que nos escuchen, nos guíen, nos aconsejen y nos transmitan el Perdón siempre desde la humildad y el respeto de saber que son instrumentos eficaces que Cristo a puesto para continuar su tarea. ¿No es una gran oportunidad que tenemos que aprovechar?
“No le cuentas nada al cura… o sí, aunque ese “cura” es el mismo Jesucristo”: le respondí. “Le pides perdón de corazón a Dios, por medio de una persona encargada por Él mismo para regalarte tan precioso regalo”.