En el Ángelus de este domingo, el Papa hablaba a todos, pero de una manera especial a los que somos –por así decirlo– católicos de toda la vida. Desde los balcones de la Sede Apostólica, Francisco desgranaba el evangelio de ese día para volver a hacernos pensar; para bajar al fondo de las cosas: del qué me mueve, del qué me ata.
Enunciadas al principio quedaban las dos ideas: “Dios quiere llamar a todos a trabajar para su Reino; […] y al final quiere dar a todos la misma recompensa, es decir la salvación, la vida eterna.”
Quizá la primera parte nos presenta menos problema, porque atañe más a “lo que hace Dios”, pero cuando llega la hora de repartir los denarios, el Evangelio nos habla de “cómo tenemos que reaccionar nosotros.” Puede parecernos que el dueño de la viña sea injusto, de la misma forma que puede que alguna vez nos sintamos como aquellos primeros trabajadores de la primera hora, los que “siempre han estado ahí”, desde el principio… y que, por tanto, pensemos que nos merezcamos más. En el fondo de todo eso puede haber algo de envidia.
Sin embargo, el Papa nos recuerda que en este pasaje “¡Jesús no quiere hablar del problema del trabajo y de salario justo, sino del Reino de Dios!” , y de esa “lógica del amor”: la de aquel que murió por nosotros y nos salvó gratuitamente, sin nosotros merecerlo.
Francisco terminaba animándonos a mirar como mira Dios, y a no tener envidia de cómo actúa Él. La mirada de Dios es “una mirada llena de atención, de benevolencia; es una mirada que llama, que invita a levantarse, a ponernos en camino, porque quiere la vida para cada uno de nosotros, quiere una vida plena, comprometida, salvada del vacío y de la inercia. Dios que no excluye a nadie y quiere que cada uno alcance su plenitud. Éste es el amor de nuestro Dios, de nuestro Dios que es Padre.”