No sé si, como a mí, alguna vez os habrán dicho que los cristianos vamos por el mundo con los ojos vendados siguiendo a «alguien invisible» que no nos deja disfrutar de la vida.
El problema realmente viene cuando nos comportamos como tales ciegos, pero no por seguir a ese alguien invisible, sino por dejarnos llevar por lo que aparentemente mejor nos conviene para no meternos en líos innecesarios. Son esas ocasiones en que hacemos las cosas por hacerlas, porque toca, porque siempre lo hemos hecho así, porque manda la tradición…
Por ello, hoy puede ser un buen día para plantearnos estas cosas. Por ejemplo: ¿por qué vamos a Misa cada domingo o, incluso, entre semana? ¿Por qué esos ratos de oración en la capilla? ¿Nos acerca todo ello a Dios o lo hemos convertido en un ritual con el que cumplir y supuestamente acallar la conciencia? En el plano espiritual no podemos ir por la vida como autómatas que parecen que responden con palabras o acciones ya programadas, y que luego salen de esos encuentros con el Señor sin sentimientos ni motivaciones.
Tenemos que aprovechar todas las ocasiones de anunciar el Evangelio; ojalá consigamos ser apóstoles e ir de dos en dos, como al principio, para contagiar la alegría de seguir a Cristo a nuestros amigos y al mundo entero. Tal vez la venda la tengan los que nos la quieren quitar y el «invisible» se les haga más visible que nunca cuando lo experimenten en sus propias vidas, porque al final ese encuentro con Él es lo importante: un encuentro de corazones, ya que, como se dice en el Principito: solo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos.
No escurramos nuestro ser cristianos: que nuestra fe «ciega» en Él abra corazones; nuestra esperanza aporte más firmeza que nunca; que en el amor se base nuestra vida para demostrar que a veces lo que parece más invisible, solo lo es para los ojos.