Nos sentamos, y es el momento en el que nos sirven el primer plato del Banquete: la lectura de la Palabra de Dios. Y no basta cualquier camarero para servirlo, es necesario un buen lector que haga que nos fijemos más en el suculento plato que en él.
Y es que la Palabra ha de proclamarse debidamente: sin prisa, vocalizando y transmitiendo fielmente lo que pone el texto, sin dramatismos ni actuaciones innecesarias. Dios es el que está hablando a su pueblo y, por lo tanto, se tiene que hacer todo lo posible para que esa Palabra no se nuble ni se enturbie.
Esta parte supone una escucha atenta por parte de los comensales, y simplemente eso: silencio, escuchar y prestar atención. Conviene haber repasado antes de Misa las lecturas, para que luego esas palabras nos resulten familiares, hagan mella en nuestra vida y no entren por un oído y salgan por el otro. No nos podemos perder tantas buenas noticias sin más.
Redoble de tambores, que ya llega la homilía… Es muy triste observar como la gente va a una Misa o a otra, o directamente no va, por culpa de la homilía. Y es que le hemos dado demasiada importancia a la misma, pero uno no va a la Eucaristía como el que va a una conferencia o directamente a escuchar o no las palabras del cura; el protagonista es Cristo, y vamos a insertarnos en Él y a recibir el Espíritu Santo y, por lo tanto, la homilía debe ser solo un mero complemento a las lecturas que guíen un poco al que las escucha, para que las interiorice y profundice con más facilidad. Todo lo demás, estorba.
Hacemos un poquito de silencio para degustar el sabroso plato que nos ha ofrecido el Señor y ahora nos ponemos de pie y respondemos con un acto fe: el Credo, un tesoro heredado que resalta fielmente lo que creemos.
Con humildad, y como sabemos que Dios-Padre atiende las oraciones de sus Hijos, nos disponemos a elevar nuestras súplicas y humildemente hacemos las peticiones. Y ya está: “Te rogamos, óyenos”. Nos sentamos, que el banquete continúa.
Antonio Guerrero