Si tuviera que resumir lo que es para mí el cristianismo en una frase, no sé si utilizaría la expresión meterse en líos o la palabra vocación. O quizá (seguramente) las dos.
No es raro encontrarse con cristianos que desconfían de la palabra vocación, y suele ser porque tienen miedo a comerse el coco, a meterse en berenjenales. “En fin”, dicen, “yo tengo suficiente con lo mío”. Como si la vocación fuera algo exclusivo de curas y de monjas. Como si lo normal, lo natural, fuera no llamar demasiado la atención, casarse, formar una familia, organizar una paella los domingos después de Misa y trabajar el resto de la semana. Sin pararte demasiado a pensar si es eso a lo que Dios te invita.
Hablar de vocación es, antes que nada, hablar de un encuentro personal con Jesús en el que se recibe la invitación a configurar la propia vida de una manera concreta. Todos los cristianos –y no sólo los curas y las monjas–, desde el bautismo, hemos recibido la vocación a la santidad (es decir, todos tenemos como meta el Cielo). Lo que pasa es que esa vocación universal se hace concreta, en unos casos, en la vida religiosa, en otros, en medio del mundo. Y en ese encuentro hay dos protagonistas: el que invita (Él) y el que responde (yo). Dios nos propone un camino –el mejor– a cada uno, y es decisión nuestra aceptar o no esa invitación. Y para ello es fundamental alimentar nuestra relación con Él, como se cuida una amistad: con trato continuo y confianza. Es en este proceso de discernimiento donde descubrimos realmente cuál es, en concreto, el camino que Dios tiene pensado para cada uno.
Creo que todos estaremos de acuerdo en que la vocación religiosa no es, efectivamente, la misma para todo el mundo. De hecho, estoy convencido de que, si alguien se mete en el seminario sin ser ésa su vocación, y, por un motivo u otro, se empecina en ser sacerdote (hay gente para todo…), ese tipo termine sus días amargado y triste, desengañado y, en el peor de los casos, perdiendo la fe. Pues a la hora de casarse pasa exactamente lo mismo. Si uno no se para a reflexionar si lo que Dios le pide es casarse y formar una familia, corre el grave peligro de terminar decepcionado. No todos los hombres están llamados al sacerdocio (de lo contrario no llegaríamos muy lejos en cuestión generacional); de la misma manera, tampoco todos están llamados al matrimonio: así como uno no se hace cura por descarte, tampoco se casa porque no se le ocurría otra cosa.
Empezar un proceso de discernimiento de la vocación, en el que pones las cartas sobre la mesa, es un paso decisivo antes de emprender ningún camino. Porque no podemos perder de vista que no sólo está en juego nuestra propia felicidad, sino la de los demás. Pero ante todo no podemos perder la alegría, porque, en definitiva, sea cual sea tu camino, siempre podrás seguir haciendo barbacoas los domingos.
Juan Bausá Puigserver