“¿Qué le importamos nosotros a Dios para que se ponga a nuestro nivel y entable conversación?”… Y además, “¿Qué necesidad tiene Dios de hablar con nosotros?”. Estas son algunas de las preguntas que nos podemos hacer cuando sale el tema de la oración.
La respuesta sería: “Ninguna. Dios no tiene necesidad de hablar con nosotros, de que nosotros seamos sus manos en el mundo”. Esto, estrictamente, puede ser verdad; pero Dios nos ha querido dar este maravilloso regalo… Pongamos un ejemplo: imaginemos que una madre tiene que hacer croquetas para que coman sus cinco polluelos, y llega su hijo pequeño y le pregunta que si puede ayudarle, ella le enseña con la paciencia y el cariño propios de una madre, porque quiere que su hijo aprenda. En realidad, esta madre no tiene ninguna necesidad de que el niño haga las croquetas, podría hacerlas ella, pero se baja a su nivel por puro amor y cariño, no hay ninguna otra razón.
Pues Cristo hace exactamente lo mismo con nosotros. Él no tiene ninguna necesidad de contar con nosotros, pero ha querido que le ayudemos y experimentemos el gozo de hacer Su Reino aquí en la tierra. Ahora bien, es importante recordar que antes de todo esto, Jesús nos llama, primero, a “estar con Él”, y después a “evangelizar”.
La meta en la oración es conocer a Dios, afianzar esa amistad personal que Él quiere concedernos, eso sí (vuelvo a citar a santa Teresa): “El amor, para que sea auténtico, debe costarnos”. No debemos pensar que el hecho de hacer la oración no nos va a costar, porque cuesta, pero los frutos que Dios nos concede son incomparables con el esfuerzo que ponemos. A veces nos tocará estar “más secos que la mojama”, pero Dios nos premia ahí, porque cuando cuestan las cosas, como todo, es cuando más valor tienen.
En la oración, Dios nos eleva al pico más alto de una montaña, desde donde vemos todo, donde nos descubrimos a nosotros mismos, mirándole a Él.