Esta obra de misericordia corporal parece fácil, no nos exige mucho. ¿Qué nos cuesta compartir la cantimplora cuando vamos de excursión? ¿Qué nos cuesta dar un vaso de agua? De hecho, parece una de las más sencillas, pero no lo es.
Ya que nos parece tan sencillo vayamos un poco más allá. No hay que olvidarse del gesto corporal pero creo que esta obra de misericordia es más profunda e importante de lo que nos pensamos. ¿Nos hemos planteado alguna vez que los de nuestro alrededor tienen sed de algo más grande? ¿Hemos pensado de qué tenemos sed nosotros? ¿Nos damos cuenta que nosotros vivimos permanentemente al lado de la Fuente y sin embargo, cuánta gente se muere de sed?
Quiero decir, ¿acercamos a los de nuestro entorno a la Fuente de Agua Viva? ¿Damos de beber a nuestros amigos? ¿Nos damos cuenta de que verdaderamente tenemos sed de Dios y Él es el primero en tener sed de nosotros? El Señor nos repite continuamente «tengo sed, tengo sed de amarte y de que me ames» y, sin embargo, es a quien menos saciamos.
Y… ¿cómo saciar el amor de Cristo? He aquí la gran obra de misericordia: se puede empezar por saciar a Jesús mismo. Saciar al mismísimo Cristo y su «tengo sed» (Jn 19:28). ¿El Señor se ve saciado con mi vida? Su «tengo sed», ¿tiene eco en nuestra alma? El año de la Misericordia ha terminado «oficialmente», pero ¿por qué no vivir permanentemente misericordiosos como el Padre? Sería un buen reto replantearse las obras de misericordia empezando por responder al «tengo sed» de Cristo.