Discurso en Roma, el pasado 21 de octubre, a los participantes al Congreso Internacional de Pastoral Vocacional promovido por la Congregación para el Clero.
Señores cardenales, queridos hermanos obispos y sacerdotes, hermanos y hermanas:
Os acojo con alegría al final de vuestro Congreso, organizado por la Congregación para el Clero, y agradezco al Cardenal Beniamino Stella las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos.
Os confieso que siempre he tenido un poco de miedo al usar algunas expresiones comunes de nuestro lenguaje eclesial: «pastoral vocacional» podría llevar a pensar en uno de tantos sectores de la acción eclesial, a un departamento de la curia o, quizá, a la elaboración de un proyecto. No digo que esto no sea importante, sino que hay mucho más: ¡pastoral vocacional es un encuentro con el Señor! Cuando acogemos a Cristo vivimos un encuentro decisivo que ilumina toda nuestra existencia, nos saca de la estrechez de nuestro pequeño mundo y nos convierte en discípulos enamorados del Maestro.
No por casualidad habéis elegido como título de vuestro Congreso «Miserando atque eligendo», la frase de Beda el Venerable (cfr. Om. 21: CCL122,149; Liturgia Horarum, 21 sept., Officium lectionis, lectio II). Vosotros sabéis —lo he dicho otras veces— que elegí este lema recordando los años juveniles en que sentí fuerte la llamada del Señor: no sucedió después de una conferencia o por una buena teoría, sino por haber experimentado la mirada misericordiosa de Jesús sobre mí. Así fue, os digo la verdad. De modo que es hermoso que hayáis venido aquí, desde muchos lugares del mundo, para reflexionar sobre este tema, pero, por favor, ¡que no termine todo con un buen Congreso! La pastoral vocacional es aprender el estilo de Jesús, que pasa por los lugares de la vida cotidiana, se detiene sin prisa y, mirando a los hermanos con misericordia, los conduce al encuentro con el Padre.
Los evangelistas ponen de relieve a menudo un detalle de la misión de Jesús: Él sale por las calles y se pone en camino (cfr. Lc 9,51), «recorre ciudades y aldeas» (cfr. Lc 9,35) y va al encuentro de los sufrimientos y de las esperanzas del pueblo. Es el «Dios con nosotros», que vive en medio de las casas de sus hijos y no teme mezclarse con la muchedumbre de nuestras ciudades, convirtiéndose en fermento de novedad allí donde la gente lucha por una vida diversa. También en el caso de la vocación de Mateo encontramos el mismo detalle: primero Jesús sale de nuevo a predicar, luego ve a Leví sentado en el banco de los impuestos y, finalmente, lo llama (cfr. Lc 5,27). Podemos detenernos en estos tres verbos, que indican el dinamismo de toda pastoral vocacional: salir, ver, llamar.
Antes que nada: salir. La pastoral vocacional necesita una Iglesia en movimiento, capaz de ampliar sus propias fronteras, midiéndolas no sobre la estrechez de los cálculos humanos o sobre el miedo a equivocarse, sino sobre la medida amplia del corazón misericordioso de Dios. No puede haber una siembra fructuosa de vocaciones si permanecemos simplemente cerrados en el «el cómodo criterio pastoral del “siempre se ha hecho así”», sin «ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias comunidades» (Ex. ap. Evangelii gaudium, 33). Hemos de aprender a salir de nuestras rigideces, que nos hacen incapaces de comunicar la alegría del Evangelio, de las fórmulas estandarizadas que a menudo resultan anacrónicas, de los análisis preconcebidos que encasillan la vida de las personas en fríos esquemas. Salir de todo eso.
Lo pido sobre todo a los pastores de la Iglesia, a los obispos y a los sacerdotes: vosotros sois los principales responsables de las vocaciones cristianas y sacerdotales, y esta tarea no se puede relegar a un departamento burocrático. También vosotros habéis vivido un encuentro que ha cambiado vuestras vidas, cuando otro sacerdote —el párroco, el confesor, el director espiritual— os hizo experimentar la belleza del Amor de Dios. Y así también vosotros: saliendo, escuchando a los jóvenes —¡hace falta paciencia!—, podéis ayudarles a discernir los movimientos de su corazón y a orientar sus pasos. Es triste cuando un sacerdote vive solo para sí mismo, cerrándose en la fortaleza segura de la casa parroquial, de la sacristía o del grupo restringido de los «fidelísimos». Al contrario, estamos llamados a ser pastores en medio del pueblo, capaces de animar una pastoral del encuentro, y de dedicar tiempo a acoger y escuchar a todos, especialmente a los jóvenes.
Segundo: ver. Salir, ver. Cuando pasa por las calles, Jesús se detiene y mira a los ojos del otro, sin prisa. Esto es lo que hace atractiva y fascinante su llamada. Hoy, por desgracia, la prisa y la velocidad de los estímulos a los que estamos sometidos no siempre dejan espacio a aquel silencio interior en que resuena la llamada del Señor. A veces, es posible correr este riesgo también en nuestras comunidades: pastores y operadores pastorales que son presa de la prisa, excesivamente preocupados por las cosas que hay que hacer, que corren el riesgo de caer en un vacío activismo organizativo, sin lograr pararse para encontrarse con las personas. El Evangelio, en cambio, nos hace ver que la vocación comienza cuando una mirada de misericordia se posa sobre mí. Es aquel término: «miserando», que expresa al mismo tiempo el abrazo de los ojos y del corazón. Así es como Jesús miró a Mateo. Por fin este «publicano» no ha percibido una mirada de desprecio o de juicio, sino que se ha sentido mirado en lo profundo con amor. Jesús ha desafiado los prejuicios y las etiquetas de la gente; ha creado un espacio abierto, en el cual Mateo ha podido revisar la propia vida e iniciar un nuevo camino.
Así es como me gusta pensar la pastoral vocacional. Y, permitidme, del mismo modo imagino la mirada de cada pastor: atento, no apresurado, capaz de pararse y leer en profundidad, de entrar en la vida del otro sin que se sienta nunca amenazado ni juzgado. Es una mirada, la del pastor, capaz de suscitar admiración por el Evangelio, de despertar del sopor en que la cultura del consumismo y de la superficialidad nos sumerge, y de suscitar preguntas auténticas de felicidad, sobre todo en los jóvenes. Es una mirada de discernimiento, que acompaña a las personas, sin adueñarse de su conciencia ni pretender controlar la gracia de Dios. En fin, es una mirada atenta y vigilante y, por esto, llamada continuamente a purificarse. Y cuando se trata de vocaciones sacerdotales y de la entrada en el Seminario, os ruego que hagáis un discernimiento en la verdad, que tengáis una mirada perspicaz y cauta, sin ligereza o superficialidad. Lo digo en particular a los hermanos obispos: vigilancia y prudencia. La Iglesia y el mundo necesitan sacerdotes maduros y equilibrados, pastores intrépidos y generosos, capaces de cercanía, escucha y misericordia.
Salir, ver y, tercera acción, llamar. Es el verbo típico de la vocación cristiana. Jesús no hace largos discursos, no entrega un programa al que adherirse, no hace proselitismo, ni ofrece respuestas precocinadas. Dirigiéndose a Mateo, se limita a decir: «¡Sígueme!». De este modo, despierta en él la fascinación de descubrir una nueva meta, abriendo su vida hacia un «lugar» que va más allá del pequeño banco en que estaba sentado. El deseo de Jesús de poner a las personas en camino, sacarlas de un sedentarismo letal, romper el espejismo de que se pueda vivir felizmente permaneciendo cómodamente sentados en las propias seguridades.
Este deseo de búsqueda, que a menudo habita en los más jóvenes, es el tesoro que el Señor pone en nuestras manos y que debemos cuidar, cultivar y hacer que brote. Miremos a Jesús, que pasa a lo largo de las orillas de la existencia, recogiendo el deseo de quien busca, la desilusión de una noche de pesca que ha ido mal, la sed ardiente de una mujer que va al pozo a tomar agua, o la fuerte necesidad de cambiar de vida. Así, también nosotros, en lugar de reducir la fe a un libro de recetas o a un conjunto de normas que observar, podemos ayudar a los jóvenes a plantearse las preguntas adecuadas, a ponerse en camino y a descubrir la alegría del Evangelio.
Sé bien que la vuestra no es una tarea fácil y que, a veces, a pesar del esfuerzo generoso, los resultados pueden ser escasos y estamos al borde de la frustración y el desánimo. Pero si no nos encerramos en el lamento y seguimos «saliendo» para anunciar el Evangelio, el Señor permanece a nuestro lado y nos da el valor de echar las redes también cuando estamos cansados y decepcionados por no haber pescado nada.
A los obispos y a los sacerdotes, sobre todo, quisiera decirles: perseverad en el haceros prójimos, en la proximidad —aquella synkatabasis del Padre y del Hijo con nosotros—; perseverad en salir, en sembrar la Palabra, con miradas de misericordia. A vuestra acción pastoral, a vuestro discernimiento y a vuestra oración está confiada la pastoral vocacional. Tened cuidado en promoverla adoptando los métodos posibles, ejercitando el arte del discernimiento y dando impulso, a través de la evangelización, al tema de las vocaciones sacerdotales y a la vida consagrada. No tengáis miedo de anunciar el Evangelio, de salir al encuentro, de orientar la vida de los jóvenes. Y no seáis tímidos al proponerles la vía de la vida sacerdotal, mostrando, sobre todo con vuestro alegre testimonio, que es hermoso seguir al Señor y darle a Él la vida para siempre. Y, como fundamento de esta obra, acordaos siempre de confiaros al Señor, implorando de Él nuevos trabajadores para su mies y apoyando las iniciativas de oración para apoyar las vocaciones.
Confío en que estos días —en los cuales ha circulado tanta riqueza, también gracias a los relatores que han participado— puedan contribuir a recordar que la pastoral vocacional es una tarea fundamental en la Iglesia y requiere el ministerio de los pastores y de los laicos. Es una misión urgente que el Señor nos pide que cumplamos con generosidad. Os aseguro mi oración; y vosotros, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.
[Original italiano en www.vatican.va]. Traducción del Blog Pensar sobre las aguas: http://pensarsobrelasaguas.blogspot.com.es/