El Papa Francisco dijo que «un cristiano triste es un triste cristiano». Es así. En el cristianismo no cabe la tristeza, aunque el diablo se empeñe en tentarnos por ahí. Porque para él es más fácil engañar y arrastrar a otros vicios al que está encerrado en sí mismo, que es lo que provoca este estado de ánimo.
Debemos darnos cuenta de que la mayoría de las veces nuestras tristezas son infundadas (fruto de nuestro egoísmo o paranoias). Es habitual montarse buenos líos mentales a partir de hechos insignificantes: «ayer se murió mi gatito y ni siquiera me ha mandado un whatsapp para ver como sigo…», «he estudiado mucho para este examen y me han puesto sólo un 7…» o «lleva una semana sin dar señales de vida, seguro que ya se ha olvidado de mí…». En el fondo, son sólo algunos ejemplos de como nuestro amor propio nos hace estar tristes.
Nos creamos dragones, como el que venció San Jorge y que al final no fue para tanto. El dragón del despertador, que cada mañana nos martiriza, al que podemos vencer con un poco de fuerza de voluntad para empezar el día con optimismo. El dragón de aquella persona que parece hacerme la vida imposible y me pone triste continuamente, a la que podemos vencer no poniéndonos a su altura sino queriéndola con paciencia. El dragón de los agobios en época de exámenes, al que podemos vencer con la conciencia tranquila de haber trabajado mucho y bien durante el curso aunque a última hora -como suele pasarnos a todos- nos haya pillado el toro por una mala planificación. Nada ni nadie puede entristecernos si somos fuertes y tenemos la conciencia limpia y tranquila.
Por último, cuando alguna vez perdemos la batalla, la partida no se acaba. Al contrario, que estar tristes nos lleve siempre a querer estar alegres, huyamos siempre de la tristeza en busca de la alegría! El Señor y tus amigos también quieren que estés alegre y siempre están dispuestos a escucharte, a consolarte, a enjugar tus lágrimas con un abrazo, y qué mejor abrazo que la confesión. ¡A por ello!