Quizás el frío que acompañaba a la oscuridad de la noche favoreció que la melancolía invadiera su cuerpo, mientras trataba de arrancar la oración que servía de colofón a cada día de su vida. Un enorme suspiro la pospuso momentáneamente, exhalando cada una de las intenciones de su plegaria, volcando en ella toda su fe.
Se sentía enormemente agradecido de poder vivir en una sociedad que, si bien parecía desmoronarse, cobraba poco a poco una mayor conciencia de lo esencial del trato al prójimo, y dejaba entrever que existían héroes en ella escondidos.
Héroes a los no les mueve únicamente su anhelo por un mundo más justo, sin hambre, sin guerras, sin desigualdad. Héroes que son movidos por el amor, y por ello comparten también con los demás aquello que más ricos les vuelve: su fe.
Sin embargo, en su entorno más próximo, en aquellos países que se autodenominan desarrollados, compartir esta alegría estaba mal visto, como si supusiera un atentado contra la libertad de la persona.
No podía. No podía no compartir su felicidad con los demás. No podía vivir ignorando que al otro lado de la calle, alguien con un sinfín de motivos por los que estar agradecido, no les encontrara sentido ni se sintiera inmensamente afortunado. ¿Qué debía hacer?
La respuesta que le vino a la cabeza era tan sencilla de entender como difícil de aplicar, trataba de ser ejemplar y generoso:
Debemos ser cristianos ejemplares, pensó. Aunque no seamos, ni de lejos, unos santos (todavía), podemos ser ese ejemplo. Cruzarse con alguien que persevera en amar cada día con mayor intensidad a Dios y a los demás, esté donde esté y allá donde vaya, transmite.
Pero también debemos ser generosos, y qué más fácil que serlo mediante la oración. Se propuso rezar por quienes necesitan conocer a Dios, pero también por aquellas personas que dedican su vida a compartir el regalo de la fe: los sacerdotes, los religiosos y las religiosas. Ellos son nuestros héroes, cuidémoslos.
Colaboración de Domenec Melé