Ya el pueblo de Israel interrumpía el trabajo «siete veces al día» (Sal 119,164) para alabar a Dios. Jesús participó en el culto y la oración de su pueblo; enseñó a orar a sus discípulos y los reunió en el Cenáculo para celebrar con ellos el mayor culto de todos: su propia entrega en la Eucaristía. La Iglesia, que convoca al culto, sigue su mandato: «Haced esto en memoria mía» (1 Cor 11,24b).
Así como el hombre respira para mantenerse vivo, del mismo modo respira y vive la Iglesia mediante la celebración
del culto divino. Es Dios mismo quien le infunde diariamente nueva vida y la enriquece mediante su Palabra y sus -> SACRAMENTOS. Se puede usar también otra imagen: Cada acto de culto es como una cita de amor, que Dios escribe
en nuestra agenda. Quien ya ha experimentado el amor de Dios, acude con ganas a la cita. Quien a veces no siente nada y, sin embargo, acude, muestra a Dios su fidelidad.