Paráclito, dulce huésped del alma, fuego, dedo de la mano de Dios, prometido del Padre y un largo etcétera son los nombres con los que se habla del Espíritu Santo. Parece que lo hemos desterrado para quedarnos con las otras dos personas de la Trinidad: Padre e Hijo. Pero no podemos olvidarnos de esa tercera persona, de la fuerza que mueve nuestra vida y nuestro apostolado sin que nos demos cuenta.
«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8) ¿Acaso alguien puede seguir a Jesús, vivir una vida cristiana coherente, puede dar testimonio o puede levantarse al caer si no es por la fuerza del Espíritu? Vivimos con ello desde el principio de nuestra vida, desde el Bautismo tenemos al Espíritu Santo como morador de nuestro castillo interior, como decía sta. Teresa, por eso puede que no nos demos cuenta de su acción tanto como deberíamos. “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros?” (1 Cor 6, 19-20)
Probablemente sin la fuerza del Espíritu, esa misma que cubrió a María en la anunciación o a los apóstoles junto a Ella en Pentecostés, nada podríamos hacer. La Iglesia avanza al soplo del Espíritu Santo, es este quien penetra hasta el fondo de los corazones de los hombres para cambiarlo todo, es quien da la fuerza para cumplir las tareas y los propósitos de todo cristiano, reparte amor, enciende corazones en él, ilumina el entendimiento de quienes invocan su presencia. Él es la mano de Dios que se encarga de acoger a todos, ya que “hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu” (Cor 12:4).
Pidámosle siempre al Espíritu de Dios la fuerza y la valentía que nos falten para vivir como auténticos cristianos, además de la presencia de sus 7 dones en nuestra vida: don de sabiduría, para encontrar a Dios en cualquier situación y lugar, don de entendimiento, para entender claramente todo lo relativo a nuestra fe, don de fortaleza, para superar las dificultades que encontremos en el camino hacia Dios, don de consejo para discernir en cualquier situación la voluntad de Dios y para hacer el bien a los demás, don de ciencia para ver la mano de Dios en todas las cosas del mundo y aprovecharlas en la medida que nos lleven a Él, don de piedad para encender nuestros corazones en amor a Dios y a los hermanos, y, por último, el don de temor de Dios, que nos aleja de pecar en ocasiones y temer separarnos de Su Gracia.