Muchas veces se oye entre los jóvenes de nuestro tiempo que creen en Dios pero no en la Iglesia: es más, las encuestas que realizan muchos países sobre la fe de los jóvenes en la actualidad dan a la razón al dato que acabamos de decir. Es verdad, muchos jóvenes se confiesan creyentes pero añaden la coletilla de “creo en Dios, pero no en los curas”. Esta frase no va a veces tan desencaminada como se cree: muchas veces los sacerdotes pueden dar motivos de escándalo ante los miembros de la Iglesia por sus conductas muy poco evangélicas y muy poco coherentes con lo que predican. Por otra parte olvidamos que los sacerdotes, antes de curas, son personas humanas y como todas las personas del mundo tienen errores y se equivocan y en muchos casos meten la pata hasta el fondo. A pesar de esto, ¿podemos decir creo en Dios pero no es la Iglesia?
Ante esto hay que decir dos cosas. La primera es que la Iglesia tal y como la entienden los jóvenes que dicen la coletilla “no creo en los curas” no la forman solamente los sacerdotes. Ellos forman parte de la Iglesia, actúan en ella como ministros que nos dan la fuerza de Dios para que los demás seamos buenos cristianos. Pero la Iglesia, no lo olvidemos, somos todos los bautizados desde el primero hasta el último. Y si uno mira a sí mismo, a su propio corazón seguro que se dará cuenta de que no todo lo hace bien, de que tiene defectos, de que tiene fallos, de que es poca cosa y que también sus fallos, los pecados de todos los cristianos –y no sólo los de los sacerdotes- hacen que la Iglesia se ensucie por dentro porque cuanto más pecado haya en el corazón de un cristiano, sea monja, fraile, casado, soltero o sacerdote, más pecado habrá en la Iglesia de la todos formamos parte.
En segundo lugar nos preguntamos si se puede separar a Dios de la Iglesia. La respuesta debemos preguntársela a Cristo mismo que es el Fundador de la Iglesia. Su respuesta es: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” (Mateo 16, 18). Jesús quiso fundar la Iglesia y asentarla sobre la roca de Pedro, el primero de los Apóstoles. Esos mismos Apóstoles cuando se hacían mayores, nos cuentan sus cartas recogidas en el Nuevo Testamento, fueron estableciendo en cada ciudad importante unos sucesores para que cuando ellos faltaran pudieran coger el timón y hacerse cargo de la misión que Jesús mismo les había dado a ellos.
Esos sucesores en las grandes ciudades son los obispos y el sucesor de Pedro en la ciudad de Roma es quien llamamos el Papa. Y así en una cadena histórica ininterrumpida, los obispos de hoy con el Papa actual son los que tienen la misma misión que los Apóstoles encargaron a sus sucesores, y éstos a sus vez a los suyos, y así hasta hoy. Y todo esto, ¿para qué?, ¿para qué necesitamos de ellos? Es sencillo: a Cristo no lo vemos con los ojos de la cara como lo vieron sus contemporáneos hace ahora 2000 años. Por ello, sus palabras y su mensaje no se pueden perder porque si no la Iglesia estaría perdida.
Necesitamos de las palabras de Jesús para poder ser cristianos y si Jesús ya no está entre nosotros visiblemente, necesitamos alguien que nos anuncie esas palabras, que diga “esto es mi cuerpo” o “yo te perdono” o “yo te bautizo” … en una palabra que digan lo que Cristo dijo y enseñó en la Iglesia. Pues bien, esos son los sacerdotes: obispos, presbíteros y diáconos que reciben un sacramento especial llamado “Orden sacerdotal” por el que participan de esa misión que Cristo encomendó a sus Apóstoles y que ellos a su vez la transmitieron a sus sucesores. Si pudiéramos ver y oír físicamente a Cristo no serían necesarios los sacerdotes en la Iglesia pero de momento no es así, tendremos que esperar a la Parusía. Los obispos y sacerdotes no nos dicen que creamos en ellos: sólo hay que creer en Dios pero a la vez tenemos que admitir que necesitamos de alguien que nos guíe y que a pesar de las miserias que pueda tener, nos indique dónde está la Palabra de Cristo que da luz a nuestra vida.
Por eso te animo: no juzgues ni condenes a nadie cuando meta la pata, pero tampoco a los sacerdotes. Ayúdales y reza por ellos para que cumplan la misión tan difícil que Cristo les ha dado. No podemos creer en Dios si no es en la Iglesia por que todos necesitamos una familia. En ella, sacerdotes, casados, monjas, solteros… escuchamos la voz de Dios y encontramos la alegría de ser cristianos no por libres sino “en familia”.