Cristo se parte por nosotros en cada Misa al igual que lo hizo en la Cruz. El sacerdote quiebra la Hostia recordando aquel momento, pero esta vez no hay sufrimiento sino el gozo de ser repartido. Mientras, se entona en Cordero de Dios para reconocer al que se va a compartir.
¡Ay, dichosos los invitados al Banquete de bodas del Señor! Ya podemos hacernos uno con Él. Si estamos bien preparados, Jesús entrará en íntima comunión con nosotros en el momento de comulgar y permanecerá en nosotros con su presencia real unos minutos, pero que si se lo permitimos, aunque se consuma la forma en nuestro organismo, el entrará con su Espíritu a lo más profundo de nuestro corazón para instalar allí su morada.
Es necesario, por lo tanto, que recibamos al Señor limpios de todo pecado y con el corazón abierto a este Misterio tan íntimo y profundo. Que Jesús se sienta como en casa y que al tocar nuestros labios y nuestro cuerpo sea ahora el cielo para acogerlo.
Ahora somos sagrarios vivos, como lo fue María, que con alegría y recogimiento damos gracias a Dios por tener a nuestro Amigo tan cerca, tan dentro y con fuerza, le pedimos que se quede y nos acompañe siempre.
Nos ponemos de pie después de tan mágico momento para hacer la oración final que invita a seguir dando gracias por todo lo recibido y nos motiva para seguir adelante. Recibimos la bendición de Dios que nos reviste de Cristo para seguir caminando y… «Podéis ir en paz»: ya tenemos la misión de compartir esa paz que se nos ha regalado en la Eucaristía. Damos gracias a Dios y como apóstoles salimos a compartirnos con los que no han podido catar los manjares del Banquete.
Antonio Guerrero